Sax negó lentamente.
—No —respondió—. Si te lo digo, no sirve. No es una verdad que se entregue. Es una que se alcanza.
La frustración me subió como fuego.
—Entonces ¿para qué todo esto? —pregunté—. ¿Para dejarme a medias?
—Para devolverte al mundo —dijo—. La respuesta no está acá.
El portal comenzó a perder intensidad, como si aceptara esa decisión.
—Volvé —continuó Sax—. Viví. Cuando la enseñanza sea real, vas a saberlo. Y si volvés… será porque ya no dudás.
No hubo despedida.
El espacio se plegó sobre sí mismo y, de pronto, estaba otra vez del lado humano.
Alex seguía esperándome donde había prometido. Cuando me vio, no preguntó nada. Solo respiró aliviado.
—¿Todo bien? —dijo.
Asentí, aunque no lo estaba.
—Vámonos a casa.
Le conte todo a Alex, pero está vez no podía ayudarme a resolverlo porque lo tenía que pensar por mi misma y aprender. Mientras tanto, los días siguientes pasaron sin respuestas. El portal no volvió a llamarme. Sax no apareció en mis pensamientos como otras veces. Era como si me hubieran soltado de golpe, ni el amor por mis hijos pasados ni por Sax, nada de otra vida. Era un descanso para poder pensar bien, y de paso decidir.
Volví a la rutina. A las clases. A las conversaciones normales. Alex intentaba no presionarme, pero su mirada estaba siempre cargada de una pregunta muda.
Esa noche, en casa, el silencio pesaba más que de costumbre.
Cenamos juntos. Alex hablaba de cosas simples. Yo lo escuchaba, pero mi mente estaba en otra parte. En la enseñanza.
Cuando nos acostamos, él se durmió rápido. Yo no.
Miré el techo durante horas. Pensé en el juramento. En la Fuente. En la idea de que algunas vidas debían continuar porque sí.
Y entonces la pregunta apareció, clara, cruel y simple:
¿Quién decide eso?
La pregunta no llegó como un grito, sino como una grieta silenciosa. Giré la cabeza hacia Alex y lo observé dormir de costado, el cuerpo relajado, confiado, completamente ajeno a la frontera invisible en la que yo lo había puesto sin pedirle permiso. Él no había elegido nada de esto. Había sido yo. Yo la que lo acerqué, la que lo sostuvo al borde de algo que no podía ver, ni entender, ni consentir. No por maldad. Por amor. Y fue ahí, en esa contradicción, donde algo se ordenó de golpe.
Entendí que el error nunca estuvo en amar más de una vez, sino en intentar construir una vida apoyándola sobre una promesa pasada, como si el tiempo pudiera obedecer juramentos antiguos. Ninguna existencia debería nacer obligada a cumplir un destino anterior, ni siquiera uno sagrado. Porque cuando el amor eterno se fuerza, deja de ser amor: se vuelve forma rígida, estructura que se repite, un diseño que asfixia en lugar de sostener.
El golpe en el pecho fue seco, definitivo, no doloroso, sino claro. La tercera opción no era elegir entre Alex o el pacto, era renunciar a elegir la forma de la próxima vida, dejar de decidir a quién debía encontrar, aceptar lo imprevisible: personas nuevas, caminos no trazados, encuentros sin memoria previa. No como castigo, sino como respeto. Respeto por la libertad de las vidas que aún no existen.
Me incorporé en la cama con el corazón acelerado y supe, sin necesidad de confirmación, que Sax había tenido razón desde el principio. La respuesta nunca estuvo en el portal. Estaba ahí, en lo humano, en la renuncia al control disfrazado de amor.
Me levanté sin hacer ruido, me puse una campera; Alex se movió apenas y murmuró, todavía dormido, a dónde iba. Lo miré con una ternura que dolía y solo dije que lo había entendido. No expliqué nada. No podía. Ponerlo en palabras lo habría arrastrado otra vez a un lugar que no le pertenecía.
Salí de la casa y corrí. La noche estaba quieta, fría, y mis pasos conocían el camino sin que yo lo pensara. El aire cambió antes de llegar: el portal estaba ahí, abierto, sin llamar, sin imponer, simplemente esperando. Crucé sin dudar. Sax me aguardaba del otro lado y no necesité aliento para decirle que tenía razón, que no se puede obligar a formar una vida, ni siquiera por amor, que forzar destinos rompe el equilibrio y que repetir hilos no es fidelidad, es control.
El portal vibró profundo cuando dije que la tercera opción era soltar la forma, permitir que la próxima vida fuera al azar, sin pactos, sin nombres repetidos. Sax asintió, tranquilo, y dijo que ahora sí, porque lo había entendido sola. El espacio se aquietó y, cuando me habló de nacer libre cuando llegara el momento, sentí algo soltarse dentro de mí. No fue tristeza ni alivio. Fue verdad.
Di un paso atrás sabiendo, por primera vez, que no estaba huyendo de nada.