La idea dejó de ser abstracta mucho antes de que nos diéramos cuenta.
Al principio fue apenas un pensamiento cómodo, algo que mencionábamos de vez en cuando, casi con cuidado, como si decirlo en voz alta pudiera romperlo. Pero un día, sin anuncio ni ceremonia, la casa empezó a cambiar. Y con ella, nosotros.
No fue inmediato.
Fue acumulativo.
Empezó con una habitación.
La recorrimos varias veces, midiendo con los ojos, imaginando muebles donde todavía no había nada. No era la más grande ni la más luminosa, pero tenía algo que nos hacía volver siempre a ella. Una ventana que dejaba entrar la luz justa, paredes que parecían esperar.
—Esta —dije una vez, sin demasiada convicción.
—¿Segura? —preguntó él—. La otra tiene más espacio.
Nos quedamos en silencio, mirando la habitación como si pudiera responder sola. Y entendí algo en ese momento: no estábamos eligiendo un cuarto. Estábamos empezando a elegir una forma de vida.
Al final fue esa. La otra sería para cuándo nuestro hijo/a creciera.
Los días siguientes se llenaron de listas. Muchas listas. Demasiadas. Algunas escritas con entusiasmo, otras tachadas con frustración. Cuna, colchón, cómoda, lámpara, cortinas. Todo parecía importante. Todo parecía definitivo. Y nada se sentía completamente correcto a la primera.
Fuimos a tiendas. Caminamos pasillos enteros tocando telas, golpeando suavemente la madera de las cunas como si eso pudiera decirnos algo. Opinábamos distinto. Dudábamos. Volvíamos a cambiar de idea.
—Esta es perfecta —decía yo.
—Es demasiado grande —respondía él.
—Pero va a crecer.
—Exacto. Va a crecer. ¿Y si después no entra nada más?
Suspirábamos. Reíamos. A veces nos íbamos sin comprar nada, agotados, con la sensación de no haber avanzado. Otras veces volvíamos cargados de bolsas y una emoción difícil de explicar, como si cada objeto fuera una promesa silenciosa.
Hubo momentos de frustración real.
De sentir que nunca íbamos a elegir “lo mejor”.
De preguntarnos si lo estábamos haciendo bien, y si ibamos a ser buenos padres.
Y, sin embargo, cada pequeño avance nos anclaba más.
La cuna llegó una tarde cualquiera, en cajas demasiado grandes para la puerta. La armamos en el suelo, siguiendo instrucciones confusas, equivocándonos al menos tres veces. Cuando finalmente quedó de pie, la miramos en silencio.
Vacía.
Pero no por mucho tiempo.
Algo se acomodó dentro de mí en ese instante.
La habitación empezó a transformarse despacio. No como en las fotos perfectas, sino como lo hacen las cosas reales: con dudas, con cambios, con pausas. Elegimos colores que no gritaban, objetos simples, cosas que podían acompañar sin imponerse.
A veces entraba sola y me quedaba ahí, de pie, imaginando sonidos que todavía no existían. No me invadía el miedo. Me atravesaba una alegría serena, casi cuidadosa, como si supiera que no hacía falta exagerarla para que fuera verdadera.
Con el correr de las semanas, la casa entera empezó a girar alrededor de esa habitación. El tiempo se medía distinto. Todo parecía tener un antes y un después.
Un día, mientras ordenábamos por enésima vez algo que ya estaba ordenado, él se apoyó en el marco de la puerta y me miró.
—Creo que ya es momento —dijo.
—¿De qué?
—De compartirlo un poco más. Con la familia.
Lo pensé. No como una obligación, sino como un gesto. Como abrir una puerta.
Así decidimos que haríamos el baby shower más adelante, cuando todo estuviera un poco más armado, cuando el cuerpo y la casa estuvieran listos. No queríamos apurarlo. Queríamos disfrutar el proceso, no solo el resultado.
Esa decisión, simple y cotidiana, me llenó de una felicidad extraña. No explosiva. Profunda.
Porque entendí que no estábamos esperando un momento perfecto, lo estábamos construyendo.
Y mientras la casa se llenaba de objetos nuevos y de silencios distintos, sentí algo muy claro: no importaba si nos equivocábamos en los colores, en las medidas o en las decisiones pequeñas.
Esta vez, estábamos haciendo lugar.
De verdad.