Corazones En El Limbo

Capítulo 26 __Procesos

La panza no apareció de golpe.
No fue una revelación dramática frente al espejo ni una sorpresa cinematográfica. Fue, más bien, una suma lenta de señales pequeñas que mi cuerpo empezó a dar sin pedirme permiso.

Al principio fue el cansancio. Un cansancio nuevo, distinto al de estudiar o trabajar, uno que no se iba con dormir ocho horas ni con café. Me sentaba un momento y sentía que el cuerpo pesaba el doble, como si algo dentro mío estuviera reclamando energía con una insistencia silenciosa.

Después vinieron las náuseas, caprichos, y varias cosas más. No siempre por la mañana, no siempre explicables. Olores que antes me eran indiferentes de pronto se volvían imposibles. El café. El detergente. Incluso su perfume algunos días. Lloré una vez por una tostada quemada. Otra, porque no encontraba una remera cómoda. Me reí de mí misma después… pero en el momento era real, urgente, desbordante.

Mi cuerpo cambiaba incluso cuando yo intentaba fingir que no.

La panza empezó a notarse de a poco. Primero solo para mí. Una tensión distinta al inclinarme, una redondez nueva al vestirme. Me miraba al espejo tratando de reconocerme, no con rechazo, sino con curiosida como si estuviera aprendiendo a habitar un cuerpo que ya no era solo mío.

Él lo notó antes de que yo lo dijera en voz alta.

No hizo comentarios innecesarios. No exageró. Simplemente empezó a adaptarse conmigo. Caminaba más despacio. Me acercaba agua sin que se lo pidiera. Me preguntaba cómo estaba, pero de verdad, sin esperar una respuesta breve.

Hubo días buenos. Días de energía inesperada, de ilusión limpia, de sonreír sin motivo. Y hubo otros días en los que lloré sin saber exactamente por qué. En los que me sentí incómoda, torpe, ajena a mí misma, en los que dudé de todo, incluso de cosas que ya estaban decididas.

Él estuvo en todos.

No intentando arreglarme, no diciéndome que “todo iba a estar bien” como si eso borrara lo que sentía. Solo estando.

A veces me abrazaba en silencio. Otras veces hacía chistes malos para sacarme una risa. Aprendió rápido que no necesitaba soluciones, sino compañía. Que este proceso no era lineal, ni luminoso todo el tiempo, ni fácil de explicar.

La panza creció. Con ella, la incomodidad al dormir, los despertares nocturnos, naúseas, mareos, gomitos, las patadas inesperadas que me sacaban el aire y al mismo tiempo me recordaban que algo —alguien— estaba ahí. Mi cuerpo se volvió más sensible, más lento, más demandante. Y, sin embargo, nunca me sentí sola en él.

Hubo miedos. Pensamientos que aparecían de madrugada. Preguntas sin respuesta inmediata. ¿Estaría todo bien? ¿Sería suficiente? ¿Sabría hacerlo?

Él me escuchaba incluso cuando no hablaba.

Me ayudó a atarme los cordones cuando ya no llegaba cómoda. Me acompañó a cada control. Me sostuvo cuando el cansancio me vencía y celebró conmigo cada pequeña victoria: un día sin náuseas, una noche mejor dormida, una risa compartida en medio del caos.

Entendí algo importante en ese tiempo: el embarazo no es solo crear vida, es reorganizar la propia. Es aprender a ceder espacio, física y emocionalmente. Es aceptar que el cuerpo cambia, que las emociones se desordenan, que la fortaleza no siempre se ve como uno imagina.

Mi panza crecía.
Yo también.

No era perfecto.
Era real.

Y eso me alcanzaba.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.