Corazones En El Limbo

Capítulo 28 __Algo no encaja

Los días posteriores al baby shower fueron extrañamente silenciosos.

No en el sentido literal —la casa seguía llena de voces, mensajes, planes—, sino en ese silencio interno que aparece cuando algo ya ocurrió y el cuerpo todavía no termina de procesarlo. Dos. La palabra seguía rebotando en mi cabeza como si no encontrara dónde apoyarse. Dos cunas. Dos nombres. Dos respiraciones futuras.

La casa empezó a transformarse otra vez.

Movimos muebles. Volvimos a discutir medidas. Donde antes había espacio, ahora había cálculos. La habitación elegida dejó de sentirse suficiente. No porque fuera pequeña, sino porque de pronto todo parecía necesitar duplicarse: la atención, el tiempo, la paciencia.

Él se volvió más cuidadoso. Demasiado, a veces. Me alcanzaba cosas que podía tomar sola, me pedía que no me levantara rápido, que descansara. Yo fingía que no me molestaba, pero había algo incómodo en esa sensación de fragilidad impuesta.

Mi cuerpo ya no me pertenecía del todo.

La panza estaba tensa, pesada, siempre en movimiento. No eran patadas aisladas; era como si se respondieran entre ellos. A veces, cuando me acostaba de lado, sentía un desplazamiento extraño, casi coordinado. Como si no se movieran al azar.

—Son inquietos —dijo la obstetra, sonriendo—. Nada fuera de lo normal.

Asentí. Pero algo en mí no terminó de convencerse.

Las noches se volvieron más difíciles. No solo por el peso o la incomodidad, sino por los sueños. No eran pesadillas. Eran escenas incompletas. Espacios que no reconocía, luces que se encendían y apagaban, una sensación constante de estar a punto de recordar algo importante… y no lograrlo.

Una madrugada me desperté sobresaltada.

La habitación estaba oscura, quieta. Él dormía. Mi respiración, en cambio, estaba acelerada. Me llevé una mano a la panza, por instinto. Sentí un movimiento inmediato. Después otro. No fuerte. Preciso.

—Tranquilos… —murmuré, sin pensar.

Y entonces pasó algo mínimo, tan pequeño que podría haberlo ignorado.

La lámpara de la mesa de luz parpadeó.

Una sola vez.

Me quedé inmóvil, con el pulso en los oídos. Esperé. Nada más ocurrió. Me convencí de que era una falla eléctrica, el edificio, cualquier cosa. Me obligué a soltar el aire.

Pero no dormí más.

Con el correr de los días, empecé a notar patrones. No hechos claros, no pruebas. Sensaciones. Coincidencias que se acumulaban demasiado bien. Cuando me angustiaba, algo se rompía: un vaso, un foco, una maceta. Cuando me calmaba, todo parecía volver a su lugar.

Una tarde, mientras discutíamos —una discusión tonta, doméstica— sentí una presión distinta en el pecho. No enojo. Algo más intenso. Más profundo.

El cuadro del living se cayó de la pared sin que nadie lo tocara.

Nos quedamos mirando el vidrio hecho trizas en el piso.

—¿Estaba mal colgado? —preguntó él, incómodo.

Asentí demasiado rápido.

—Sí… seguro.

Pero no era verdad.

Esa noche no dije nada. Tampoco la siguiente. No porque no quisiera preocuparlo, sino porque yo misma no entendía qué estaba pasando.

Empecé a moverme por la casa con más cuidado, no por miedo, sino por una especie de atención constante, como si todo pudiera responder a mí sin previo aviso. Abría cajones despacio. Dejaba los objetos en su lugar exacto. Evitaba levantar la voz, incluso cuando estaba sola.

No porque creyera que algo malo fuera a pasar.
Sino porque intuía que algo estaba pasando todo el tiempo.

Mi cuerpo seguía cambiando. La piel tirante. La espalda cansada. El cansancio que no se iba con dormir. Había días en los que me sentía extrañamente lúcida, como si pudiera anticipar lo que iba a ocurrir unos segundos antes. Otros, en cambio, me invadía una tristeza repentina, sin causa clara, que se iba igual de rápido.

Él lo notaba.

—Hoy estás distinta —me dijo una noche, mientras cenábamos—. No mal… distinta.

Le sonreí. Esa sonrisa automática que aprendí a usar cuando no quería explicar.

—Será el embarazo.

Asintió, aceptando la respuesta sin discutirla. Pero no dejó de mirarme como si intentara entender algo más.

Las cosas pequeñas siguieron ocurriendo.

Nada espectacular. Nada que pudiera señalarse con el dedo.

El agua de la ducha cambiaba de temperatura de golpe cuando me ponía nerviosa. Las cortinas se movían sin corriente de aire. El reloj del horno se reiniciaba solo. Una vez, al apoyar la mano en la mesa de la cocina, sentí una vibración breve, casi imperceptible, como si algo hubiera respondido desde adentro.

De la panza.

No era una patada.
Era otra cosa.

Me quedé quieta, escuchando mi propia respiración. El movimiento no volvió a repetirse, pero dejó una sensación persistente, como una huella invisible.

Las noches siguieron trayendo esos sueños incompletos. Nunca los recordaba del todo. Solo fragmentos: una puerta que no terminaba de abrirse, una voz que decía mi nombre sin sonido, una luz que se filtraba por una grieta que yo sabía que no debía tocar.

Siempre despertaba antes de llegar a algo importante.

Una tarde, mientras doblaba ropa diminuta —demasiado pequeña para ser real—, me detuve de golpe. Una certeza absurda me atravesó sin palabras. No era miedo. No era alegría.

Era reconocimiento.

Como cuando ves a alguien en la calle y no sabés de dónde lo conocés, pero estás segura de que no es un extraño.

Apoyé ambas manos sobre la panza.

—No —susurré, sin saber por qué—. Todavía no.

Los movimientos se aquietaron.

Ese fue el momento más inquietante: no que algo ocurriera, sino que algo pareciera escuchar.

No se lo conté a nadie.
No lo escribí.
No lo pensé en voz alta.

La casa siguió llenándose de objetos nuevos, de planes, de nombres posibles que íbamos tachando uno por uno. Desde afuera, todo avanzaba como debía. Desde adentro, yo sentía que estaba caminando sobre una línea muy fina, invisible, que separaba lo cotidiano de algo que no tenía nombre.




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