Corazones Encadenados

El Lazo Del Desprecio II

El Abismo Del Dolor

El viento susurraba entre los árboles, cargando consigo la fría malicia de una noche que parecía eterna. Selina, de pie sobre una colina que dominaba el oscuro bosque, observaba la figura de Lenek mientras se acercaba lentamente a su destino.

La sonrisa que se dibujaba en su rostro era una mezcla de placer y satisfacción amarga. Cada paso que él daba, con los hombros tensos y la mirada perdida, era un latido de su propia venganza, una sinfonía de dolor orquestada a la perfección.

La hechicera disfrutaba con un placer casi animal. Sus ojos, brillando con una luz perversa, contemplaban cómo su creación, ese cinturón imbuido de odio, dominaba cada fibra del joven.

Podía sentir el latido oscuro del objeto a distancia, como una extensión de su propia voluntad. Era como si el cinturón estuviera vivo, palpitando al ritmo de su propio resentimiento. La energía que emitía era tangible, envolviendo a Lenek en una prisión invisible, pero inquebrantable.

Desde la lejanía, observó cómo él se detenía de pronto, sus piernas temblando bajo el peso del maleficio. Una risa baja, gutural, escapó de los labios de Selina mientras la tensión en su pecho se liberaba en una oleada de triunfo. Sabía que cada vez que Lenek intentaba resistir, el cinturón apretaba un poco más, penetrando su piel como espinas invisibles.

Para ella, era una danza perfecta entre la desesperación y la impotencia. Sentía un escalofrío de deleite recorrer su espalda al imaginar el tormento que debía estar consumiendo su alma.

Lenek, de pie en medio del bosque, sentía cómo el frío de la noche se infiltraba en sus huesos, pero no era el frío de la brisa, sino algo más profundo, más desgarrador. Cada aliento que tomaba era un esfuerzo, como si el aire mismo se hubiera vuelto espeso y cargado de sombras.

El cinturón, esa maldita pieza de cuero oscuro y brillantes esmeraldas, se apretaba más con cada pensamiento rebelde. Sus manos, que habían sido las de un protector, ahora temblaban, incapaces de hacer otra cosa que destruir.

Un nudo se formó en su garganta; los recuerdos de los rostros que había dañado lo atormentaban. Sus amigos, su amada Aerin... todos ellos víctimas de sus propias manos. Y sin embargo, no eran sus manos. Eran las manos del mal que lo consumía.

— Por favor, basta….— murmuró entre dientes, sus palabras sofocadas por el peso de su propio sufrimiento. Pero el cinturón solo respondió con un apretón más fuerte, como si disfrutara de sus súplicas. Sentía cómo sus pensamientos, antes claros y llenos de luz, se iban ensombreciendo.

Era como hundirse en un océano negro, cada vez más profundo, más oscuro, hasta que ya no había luz que lo guiara de vuelta a la superficie. El cinturón lo estaba ahogando, no solo físicamente, sino espiritualmente.

El dolor físico que experimentaba era casi soportable en comparación con la tortura mental que lo consumía. Cada vez que pensaba en liberarse, cada vez que recordaba la promesa de proteger a aquellos que amaba, el cinturón respondía, inyectando un veneno de odio en sus venas, manchando sus recuerdos con dudas y rencor.

— Ellos te abandonaron — parecía susurrar el maleficio, un eco que resonaba en su mente como un tambor funesto — Ellos nunca te quisieron realmente...

Y entonces, en la distancia, la vio. Selina, con su figura esbelta y su manto negro ondeando en la brisa, lo miraba desde lo alto de la colina, como un espectador viendo la caída de un héroe.

Sus ojos brillaban con la cruel satisfacción de un depredador que ha atrapado a su presa. Lenek sintió cómo el odio crecía dentro de él, alimentado por la magia oscura del cinturón, pero también sabía que ese odio no le pertenecía. El cinturón lo hacía odiar, lo convertía en algo que no era.

Selina alzó una mano lentamente, sus dedos largos y pálidos reflejando la luna.

— Ven a mí, Lenek. Ya no hay nada más por lo que luchar — Su voz resonó en el viento, un susurro seductor que envolvía al joven en su gélida promesa.

Él, con el corazón destrozado y la mente rota, dio un paso hacia adelante, aunque cada fibra de su ser gritaba que debía detenerse. Sin embargo, el cinturón, ese maléfico instrumento de tortura, lo arrastraba hacia ella, hacia su creadora.

A medida que se acercaba, las últimas luces de esperanza en su mente se desvanecían como velas apagadas por una ráfaga cruel. Los recuerdos de Aerin, de su amor por ella, se distorsionaban y retorcían, convirtiéndose en sombras irreconocibles. Ahora, solo quedaba el vacío, un abismo donde alguna vez hubo luz.

Finalmente, Lenek llegó a la colina y cayó de rodillas frente a Selina. Ella lo miró con una sonrisa triunfante, sus dedos acariciando el cinturón que aún brillaba con un poder maligno.

— Siempre supe que me pertenecerías, Lenek. Tu resistencia solo ha hecho mi victoria más dulce.

El joven levantó la mirada, sus ojos verdes apagados, vacíos. Ya no quedaba rastro del noble protector que una vez fue. El cinturón había triunfado. Selina se inclinó hacia él, sus labios rozando su oído, mientras susurraba con una satisfacción que solo la crueldad más pura podía engendrar:

—Ahora, eres mío para siempre.

Y en ese momento, Lenek se dio cuenta de que su lucha había sido en vano. Había caído completamente en el abismo, y el cinturón, ese símbolo del amor no correspondido de Selina, había logrado lo que ella siempre había querido: destruirlo por completo.

FIN




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.