En el centro de una habitación, bañada por una luz fría que parecía filtrarse desde algún lugar invisible, se encontraba Ewan, de pie frente a un espejo que lo reflejaba todo excepto el latido de su corazón. La quietud de la escena era engañosa, porque en su interior se libraba una batalla entre el amor más puro y la traición más cruel.
Con sus cabellos oscuros cayendo suavemente sobre sus hombros, y los ojos de un carmesí inquietante que relucían como piedras preciosas en la penumbra, Ewan sostenía entre sus manos un corazón. No era un corazón cualquiera, sino el suyo propio, un símbolo de todo lo que alguna vez fue y todo lo que ahora no podría ser.
Frente a él, el espejo lo reflejaba con una precisión devastadora, mostrando cada detalle de su rostro pálido y sus vestiduras lujosas, adornadas con bordados dorados. La tela acariciaba su piel con la suavidad de un susurro olvidado, un eco de la vida que había conocido antes de ser atrapado en esta cruel prisión.
La cadena de hierro que pendía de sus muñecas era un recordatorio tangible de la maldición que lo había encerrado, no solo en esa habitación, sino también en una existencia de eterna contemplación de sí mismo. Los eslabones, fríos y pesados, estaban unidos no a una pared, sino a su reflejo, como si el espejo mismo lo poseyera y se deleitara en su encierro.
Pero Ewan no estaba solo en esta tragedia. Ella, la autora de su cautiverio, la mujer cuya belleza había rivalizado con las leyendas mismas, lo había hecho prisionero en ese espejo. Su nombre era Lyana, y sus ojos, tan verdes como el bosque en una tormenta, brillaban con una mezcla de deseo y crueldad.
Su piel era de un alabastro perfecto, tersa como el mármol, y su cabello dorado caía en cascadas ondulantes sobre su espalda, como rayos de sol capturados en la más pura oscuridad. Ella había sido su amor, su musa, su perdición.
Lyana había amado a Ewan con una intensidad que solo el alma más desesperada puede comprender. Para ella, él había sido el amanecer en un mundo que no conocía la luz. Pero su amor, lejos de ser liberador, se había vuelto una jaula invisible, tejida con la seda de los celos y el miedo.
Cada sonrisa que Ewan compartía con otra persona, cada palabra que dedicaba a alguien más, eran para ella como dagas que se clavaban en lo profundo de su ser. Y así, poco a poco, el amor que ella sentía por él fue transformándose en algo oscuro y posesivo, algo que ya no tenía cabida en este mundo.
- Te pertenezco - le había susurrado él una vez, en un momento de inocencia, sin conocer el poder que esas palabras tendrían sobre ella. Fue ese juramento imprudente lo que selló su destino.
Lyana, consumida por el deseo de poseerlo de una manera que nadie más pudiera, recurrió a la magia más antigua, la más prohibida, la que encierra almas en objetos de reflejo. En una noche silenciosa, bajo la luna que parecía más brillante que de costumbre, había realizado el hechizo.
Ewan, desprevenido, la había visto acercarse, con sus labios curvados en una sonrisa tan hermosa como el filo de una espada. Él no comprendió hasta que fue demasiado tarde. El espejo ante el que se encontraba se tragó su reflejo, y con él, su libertad. Ahora, cada vez que se miraba, no veía solo su rostro, sino su propio sufrimiento, encapsulado en el frío cristal.
- Te lo advertí, Ewan - había dicho ella, su voz melodiosa y mortal al mismo tiempo - No me dejarás, nunca más.
El tiempo, para él, había dejado de tener sentido. No sabía si habían pasado días, meses o siglos desde que había sido aprisionado. Su vida se había reducido a la observación constante de su reflejo, a ese reflejo que siempre estaba ahí, recordándole que ya no era dueño de su destino. Cada día, veía cómo su propia alma se fragmentaba un poco más, como si el espejo, en su perversión, se alimentara de su desesperación.
El corazón que sostenía en sus manos era una ilusión, un símbolo de su propio sufrimiento. Lo sentía palpitar a veces, pero no con vida, sino con el eco de lo que alguna vez había sido. A menudo se preguntaba si algún día terminaría de romperse, si alguna vez se desmoronaría en sus manos, liberándolo del tormento de sentir algo que ya no le pertenecía.
Los recuerdos de su vida anterior, cuando su amor por Lyana había sido puro y sin sombras, eran como hojas que caen en el viento, inalcanzables, casi olvidados. Recordaba cómo solían caminar juntos bajo los cerezos, cómo el sol bañaba sus cuerpos y cómo él se sentía el hombre más afortunado del mundo al tener a alguien como ella a su lado.
Sin embargo, la memoria de aquellos días dorados ahora se mezclaba con la realidad cruel de su encarcelamiento, y cada sonrisa que alguna vez había compartido con ella se convertía en una burla.
En su mente, Ewan intentaba comprender cómo algo tan hermoso había podido convertirse en su ruina. Lyana, que lo había mirado una vez con ternura infinita, ahora lo miraba con posesión.
Ella lo visitaba, de vez en cuando, cada vez más hermosa, como si se alimentara del sufrimiento que le infligía. Se quedaba de pie frente al espejo, observando su propia creación, deleitándose en su control absoluto.
- Mírate - le decía, su voz tan suave como el terciopelo, pero afilada como un cuchillo. - ¿No eres hermoso? Tal vez más de lo que jamás fuiste en libertad.
Ewan quería gritar, quería romper el espejo y liberar su reflejo, pero no podía. Las cadenas lo mantenían atado, no solo físicamente, sino también espiritualmente.
Cada movimiento que intentaba hacer fuera de los límites de su prisión era como empujar contra un muro invisible, una barrera que no podía atravesar.
A veces, Lyana se acercaba más, tocaba el vidrio con sus dedos delicados y sonreía, como si pudiera sentir el latido de su corazón a través del cristal.
- No tienes que sufrir - le susurraba, sus ojos brillando con una mezcla de deseo y tristeza - Solo tienes que amarme, Ewan. Solo tienes que ser mío.