El bar estaba lleno de conversaciones susurrantes, risas y música suave que envolvía a las personas en un ambiente de celebración constante. Era un lugar de luces doradas y cristales que reflejaban el lujo y la opulencia, un rincón apartado de la realidad, donde las máscaras sociales se alzaban sin esfuerzo. Entre las muchas mesas que adornaban el salón, había una que atraía las miradas sin siquiera intentarlo.
Ellas dos. Inseparables. Perfectas. La rubia, de rostro delicado y una belleza que evocaba lo etéreo, y la pelirroja, intensa, segura, y siempre con esa mirada penetrante que parecía desearlo todo. Allí estaban, sentadas en su mesa habitual, con cócteles de colores brillantes ante ellas. Las luces doradas del bar brillaban sobre sus figuras, reflejando el resplandor de sus vestidos.
La rubia llevaba uno dorado que parecía ajustarse a su piel como una segunda capa, mientras que la pelirroja brillaba en un tono carmesí, siempre a su lado, siempre cerca.
Quienes las observaban desde lejos podían sentir el magnetismo que desprendían. Eran la pareja perfecta, un símbolo de la admiración de quienes las rodeaban, de los deseos silenciosos y envidias no confesadas. Pero lo que no podían ver, lo que quedaba oculto bajo la superficie pulida de sus sonrisas y gestos, era la verdadera naturaleza de su relación.
Ella, la rubia, se llamaba Livia, y aunque su sonrisa era dulce, sus ojos ocultaban algo más profundo. Su belleza delicada y sus gestos suaves habían sido lo primero que atrajo a Ivana, la pelirroja. Ivana era todo lo que Livia no era: audaz, dominante y siempre al mando.
Desde el momento en que se conocieron, Ivana había tomado el control de la relación. Y aunque Livia, al principio, se sintió cautivada por la fuerza de su personalidad, con el tiempo, esa fuerza se había convertido en una prisión.
Ivana estaba siempre observando, siempre pendiente de cada pequeño detalle de Livia. Cada decisión, cada movimiento, tenía que ser aprobado. Incluso las cosas más simples, como el vestido que Livia usaría esa noche, había sido elegido por Ivana.
— Te ves perfecta, — había dicho Ivana, su mirada recorriendo lentamente el cuerpo de Livia, aprobando cada curva, cada pliegue del vestido dorado que resplandecía bajo las luces.
Livia había aprendido a asentir con sumisión. — Yes, my lady, — respondía en un susurro suave, sabiendo que eso era lo que Ivana quería oír.
Eran palabras que salían de su boca casi automáticamente, palabras que la mantenían en el camino correcto, bajo el control de Ivana. Cualquier intento de rebelarse, de expresar un deseo propio, se encontraba con una mirada fría o con una corrección inmediata.
En público, Ivana era la amante perfecta. Sus gestos eran cariñosos, siempre tocando la mano de Livia, siempre mostrando su amor. Todos creían que tenían una relación ideal. Pero en privado, el ambiente cambiaba. Ivana lo controlaba todo. No había decisión pequeña o grande que Livia pudiera tomar por sí misma.
Todo pasaba por Ivana, desde lo que comían hasta quiénes podían ser sus amigos. Livia estaba atrapada en una red invisible de amor y control que la mantenía prisionera, una red que había sido tejida lenta y meticulosamente.
El bar, aunque lleno de gente, se sentía aislado. Entre la multitud, Livia se sentía más sola que nunca, aunque Ivana estaba sentada justo a su lado, con una sonrisa tan brillante como su vestido carmesí. Ivana levantó su copa, observando cómo el líquido dorado reflejaba la luz antes de tomar un sorbo, siempre pendiente de que Livia hiciera lo mismo.
— Livia, querida — dijo Ivana con su voz suave pero llena de autoridad — estás callada esta noche.
Livia sonrió débilmente y tomó un sorbo de su copa, sus dedos temblando levemente mientras lo hacía.
—Lo siento, my lady,— murmuró. A pesar del bullicio a su alrededor, sus palabras apenas eran un susurro, un reflejo de la sumisión que sentía en su interior.
Ivana la miró intensamente, su mirada verde penetrando el alma de Livia como lo había hecho tantas veces antes.
—No tienes por qué disculparte — dijo, su mano deslizándose suavemente por el brazo de Livia hasta tomar su mano. — Sabes que lo que quiero es que estés feliz. Quiero lo mejor para ti.
A pesar de las dulces palabras, Livia sabía que eran solo una máscara más de control. Su felicidad siempre estaba definida por Ivana. Nunca era lo que Livia quería, sino lo que Ivana decidía que era mejor para ella. Cada gesto, cada decisión, cada palabra tenía que ser calibrada de acuerdo con los deseos de Ivana.
La tensión entre ellas, aunque invisible para el resto, era palpable para Livia. Era como si las paredes del lugar se cerraran sobre ella, cada vez más cerca, mientras las cadenas invisibles de su relación se apretaban un poco más con cada palabra que pronunciaba. Las luces doradas del bar, que una vez le habían parecido cálidas, ahora se sentían como un recordatorio constante de su confinamiento.
Después de terminar su copa, Ivana se inclinó hacia Livia, sus labios rozando suavemente la oreja de la rubia.
— Vamos a casa —murmuró, su voz envuelta en una promesa que Livia ya conocía. Era el tipo de promesa que no dejaba espacio para la elección.
Livia asintió, bajando la mirada, respondiendo de nuevo en un murmullo:
— Yes, my lady — Y con esas palabras, se levantaron juntas, como un solo ser, abandonando el bullicio del bar mientras las miradas de los demás las seguían, admirando su belleza y elegancia, sin conocer la verdad que se escondía bajo la superficie.
El departamento de Ivana estaba decorado con la misma opulencia que el bar donde habían estado. Las paredes estaban adornadas con obras de arte costosas, los muebles eran de los más finos materiales, y cada detalle parecía calculado para impresionar.
Sin embargo, para Livia, ese lugar era como una jaula dorada. Era hermoso, sí, pero también era donde se sentía más atrapada.