La sociedad en la que ella vivía era como un vasto océano oscuro, cuyas reglas no escritas se sentían tan arraigadas como las mismas mareas.
No eran leyes visibles ni mandatos explícitos; eran los susurros entre las sombras, los gestos tácitos y las expectativas que las mujeres heredaban como una maldición silenciosa.
En ese mundo, el amor no era un refugio, sino una prueba constante, una cuerda floja entre el deseo de ser amada y el miedo a ser devorada por el poder que los hombres ejercían sin siquiera pensarlo.
Clara lo sabía bien. Desde que había conocido a Álex, había sentido cómo su corazón se aceleraba, atrapado en esa sensación embriagadora de amor que al principio parecía ser su salvación. Él era todo lo que había imaginado y más: protector, atento, y siempre con esa mirada que le prometía el mundo.
Pero había algo más, algo que Clara no podía poner en palabras al principio, pero que se iba tejiendo lentamente entre ellos. Una sombra, oscura y envolvente, que llenaba cada rincón de su relación, creciendo con cada sonrisa, cada caricia, cada beso.
Desde fuera, todos los que los veían juntos quedaban fascinados por la aparente perfección de su relación. Clara, con su largo cabello dorado, y Álex, siempre tan seguro de sí mismo, parecían ser la pareja perfecta, tal como lo dictaban las reglas invisibles de la sociedad.
Él era el príncipe encantador que toda mujer soñaba con tener, y ella, la doncella perfecta que cualquier hombre desearía proteger. Pero lo que nadie veía, lo que Clara sentía cada vez más profundamente, era la prisión invisible en la que estaba atrapada.
Álex era posesivo, pero no de manera obvia. Era sutil, como una serpiente que se enrosca lentamente hasta que es demasiado tarde para escapar. Al principio, Clara confundía su control con preocupación.
— Solo quiero lo mejor para ti — le decía, mientras elegía qué ropa debía ponerse o a qué amigas podía ver.
Las pequeñas decisiones que ella solía tomar con libertad ahora se sentían como piedras en su pecho. Y sin embargo, había amor. Un amor que la mantenía atrapada, que le hacía dudar de su propia percepción.
— Te quiero solo para mí, Clara — le susurraba Álex en esas noches donde sus cuerpos se encontraban en un abrazo casi desesperado.
Y aunque esas palabras deberían haber sido tiernas, en el fondo Clara sentía algo más. Era como si él estuviera reclamando algo más que su cuerpo, algo más que su tiempo. Era su mente, su voluntad lo que él deseaba controlar.
A veces, cuando sus labios rozaban los de ella, sentía como si cada beso fuera una promesa rota, una mentira disfrazada de afecto.
La castidad que Álex le imponía no era física, no había cerrojos visibles ni cadenas en sus manos. Pero cada vez que Clara intentaba expresar sus propios deseos, sus propias necesidades, encontraba que esas palabras morían antes de ser pronunciadas.
No era libre para pensar por sí misma, porque cada pensamiento suyo era revisado, cada emoción suya era sujeta a escrutinio. Álex siempre la observaba con esa mirada que parecía atravesarla, buscando algún indicio de que ella pudiera querer algo que no fuera él.
Con el tiempo, Clara comenzó a sentir una especie de fatiga emocional, como si sus pensamientos estuvieran cubiertos por un manto pesado que no podía sacudirse.
El amor que una vez había sentido como una corriente cálida ahora se sentía como un océano helado, y cada día que pasaba, se sentía más hundida en las profundidades. Pero cada vez que intentaba alejarse, Álex encontraba una manera de devolverla a su lado.
— Nadie te amará como yo lo hago — le decía con esa mezcla de dulzura y amenaza que siempre dejaba a Clara sin palabras.
Y ella, queriendo creer en el amor, queriendo creer que podía cambiarlo, siempre cedía.
— Te necesito — repetía Álex, y con esas palabras, la sombra que los rodeaba se hacía un poco más grande, un poco más oscura.
Había noches en las que Clara se quedaba despierta, mirando el techo mientras Álex dormía a su lado. Sentía su brazo sobre su cintura, tan fuerte y posesivo incluso en el sueño, y su mente comenzaba a divagar, preguntándose cómo había llegado hasta allí.
¿Cuándo había dejado de ser dueña de su propia vida? ¿Cuándo había permitido que el amor se convirtiera en su cárcel?
Sin embargo, lo más aterrador para Clara era que, a pesar de todo, seguía amándolo. En lo más profundo de su ser, aún había un lugar que anhelaba su toque, que buscaba su aprobación. Había aprendido a dudar de su propia capacidad para existir sin él.
Las reglas de la sociedad les habían enseñado a las mujeres a necesitar el amor de los hombres como si fuera su razón de ser, y Clara, aunque lo supiera, no podía romper ese ciclo.
Era como si hubiera nacido para ese papel, para ser la amada, la sumisa, la que debía esperar a ser rescatada por el hombre que, en realidad, era su captor.
Una tarde, cuando las luces doradas del atardecer llenaban la habitación, Clara se sentó en el sofá mientras Álex hablaba por teléfono en el balcón. Lo observaba desde lejos, con esa mezcla de fascinación y temor que siempre sentía en su presencia.
Su mente estaba llena de preguntas que no podía responder, de pensamientos que no podía expresar. La sociedad les había dado un rol a cada uno, pero mientras Álex parecía habitarlo con naturalidad, Clara sentía que había perdido algo en el proceso.
Cuando Álex colgó y entró en la habitación, ella lo miró con una sonrisa vacilante.
— ¿Estás bien? — preguntó él, su voz llena de esa preocupación que había aprendido a temer.
— Sí, claro — respondió Clara automáticamente, su voz tan suave que apenas la reconocía como propia.
Se obligó a sonreír de nuevo, intentando ignorar el nudo en su garganta. Pero entonces, de manera inesperada, algo en ella se quebró.
— ¿Y si no lo estoy? — La pregunta salió de su boca antes de que pudiera detenerla, y de inmediato deseó no haber dicho nada.