En un reino donde los humanos y los seres mágicos habitaban en mundos separados, prohibidos de entrelazarse, surgió una historia que desafiaría las leyes de ambos mundos. Ella, Lena, era una joven humana de espíritu inquieto, cuyos días estaban marcados por la rutina y la sencillez de su existencia mortal.
Él, Aelian, era un mago blanco, un ser de luz y sabiduría que vivía en un reino oculto entre los árboles antiguos, lejos del alcance humano. Su deber era proteger el equilibrio de la magia y mantener la armonía que sostenía ambos mundos.
Se conocieron en un claro del bosque donde las estrellas parecían acercarse a la tierra en una noche fría. Lena, curiosa y valiente, había oído historias de seres místicos en aquel bosque prohibido, y una fuerza inexplicable la llevó a explorar más allá de los límites.
Allí, entre la bruma y la penumbra de los árboles, vio a Aelian, de pie, rodeado de un resplandor que iluminaba la oscuridad. Sus cabellos dorados ondeaban al ritmo de una brisa suave, y sus ojos reflejaban una calma profunda, un universo que ella nunca había visto.
Aelian, en el momento en que sus miradas se cruzaron, sintió el despertar de algo que le estaba vedado. Había una pureza en Lena, una chispa que brillaba en su ser mortal, una chispa que resonaba en él como nunca antes.
Sabía que el contacto entre sus mundos estaba prohibido, que un vínculo entre ellos sería una ruptura en el orden natural. Pero el deseo de conocerla, de entender aquel fuego que ardía en sus ojos, fue más fuerte que cualquier advertencia.
Al principio, Lena se mostraba tímida ante él, temerosa de la intensidad de su mirada y del poder que él emanaba. Sin embargo, la suavidad en la voz de Aelian, la forma en que sus palabras parecían envolverla como un manto cálido, hizo que su corazón se abriera.
Cada noche se encontraban en ese mismo claro, compartiendo secretos, susurrando promesas que desafiaban el tiempo y el espacio. Para Lena, Aelian era la encarnación de todo lo que siempre había anhelado, de una libertad que nunca había conocido.
Pero cuanto más la conocía, más sentía Aelian que sus sentimientos rompían las reglas de su existencia. Él, como mago blanco, estaba destinado a preservar el equilibrio, a mantenerse al margen de las pasiones humanas.
Y, sin embargo, cada encuentro con Lena era una batalla interna, una lucha entre su deber y su corazón. Sabía que amarla era una transgresión, pero no podía apartarse de ella. Cada sonrisa, cada caricia era un pedazo de eternidad compartido, una rendija de luz en la estructura de su mundo.
Lena, por su parte, comenzó a sentir que su amor por Aelian se convertía en algo más. No podía concebir la idea de una vida sin él, de no ver aquellos ojos que la llenaban de paz.
Lo necesitaba, lo deseaba, y con cada encuentro, su amor se transformaba en una obsesión silenciosa, en un deseo desesperado de aferrarse a él sin importar las consecuencias. Aelian se había convertido en su mundo, y todo lo demás era apenas una sombra.
Sin embargo, las fuerzas que gobernaban ambos reinos no permanecieron ajenas a su amor. Pronto, rumores y advertencias comenzaron a surgir, señales de que su relación se estaba acercando a un peligro inevitable. Pero Lena no podía escuchar esas advertencias, y Aelian, dividido entre el deber y el amor, decidió ignorarlas por primera vez en su vida eterna.
Cuando finalmente decidieron escapar juntos, desafiando las reglas impuestas por los ancestros, el equilibrio de ambos mundos se rompió. Aquel acto prohibido desató una tormenta que reverberó en el corazón mismo de la magia. Una poderosa entidad, el guardián de las leyes ancestrales, apareció ante ellos, su figura imponente como una sombra que absorbía toda la luz a su alrededor.
— Han transgredido la ley más sagrada — pronunció la entidad, su voz resonando como el eco de un trueno — La mezcla de razas es una abominación que desequilibra todo lo que hemos construido.
Lena se aferró a Aelian, sus ojos llenos de lágrimas, pero también de desafío. No entendía por qué el amor debía ser castigado, por qué la paz que había encontrado en él era vista como una amenaza. Para ella, Aelian era el sentido de su vida, y nada en el mundo podía convencerla de que amarlo era un error.
— Por su transgresión — continuó el guardián — ambos recibirán un castigo acorde a la gravedad de su ofensa. Serán separados por la eternidad, y el amor que los unió será su tormento.
Aelian, al escuchar las palabras del castigo, sintió que el dolor lo desgarraba desde adentro, pero antes de que pudiera protestar, la entidad extendió una mano hacia él.
Un oscuro poder envolvió su cuerpo, una niebla sombría que comenzó a absorber toda su luz. Los cabellos dorados de Aelian se tornaron oscuros, su piel pálida adquirió un tono sombrío, y su ser mismo se llenó de un vacío profundo, como si toda la bondad y pureza en él se hubieran desvanecido.
Sus ojos, que habían sido como faros de luz, se volvieron fríos, oscuros, sin brillo.
Lena, al ver la transformación, gritó, intentando alcanzarlo, pero fue detenida por una fuerza invisible. En su desesperación, trató de acercarse a él, de tocarlo, pero Aelian ya no era el mismo.
El mago blanco, su amado, había sido transformado en una criatura tenebrosa, un ser oscuro destinado a vagar sin luz, sin esperanza.
— Esta será su condena — sentenció el guardián — vivir eternamente separados, atrapados en la prisión de sus propios deseos. Él será la oscuridad, y tú, humana, serás un recuerdo distante que nunca podrá alcanzarlo.
Con esas palabras, la entidad desapareció, dejando a Lena sola, de pie en el claro donde una vez había conocido el amor. Miró a su alrededor, sintiendo el vacío en el aire, la ausencia de Aelian como una herida abierta. Sabía que estaba sola, pero en su corazón, la llama de su amor seguía ardiendo, tan fuerte y obsesiva como siempre.
— Te encontraré — susurró al viento, su voz impregnada de una determinación férrea — No importa cuánto tiempo pase, no importa cuán lejos estés, te buscaré en cada rincón de este mundo y más allá. Volveré a tus brazos, Aelian, porque mi amor es eterno.