Elias siempre había sentido que el mundo estaba dividido en dos: aquellos que eran libres y aquellos que solo podían observar la libertad desde la distancia.
Desde niño, había vivido entre sombras, como un espectador obligado a mirar la vida a través de los barrotes de su realidad. La jaula en la que ahora estaba no era solo física; era el eco de toda una vida en la que nunca había tenido una verdadera elección.
El aire en la celda era húmedo y frío, impregnado del olor a moho y hierro oxidado. Las paredes estaban cubiertas de un verde enfermizo, como si el tiempo las hubiera dejado marchitas.
Elias apenas recordaba cuánto tiempo llevaba encerrado allí. Los días se mezclaban con las noches, y el reloj de su mente había dejado de funcionar. Todo lo que tenía era el reflejo distorsionado de sí mismo en el vidrio roto de una ventana lejana.
Los demás prisioneros hablaban en susurros, pero él no. Elias era un hombre de silencio. Su mirada, sin embargo, decía más de lo que sus palabras podrían expresar.
Sus ojos, de un verde intenso como la esmeralda más pura, estaban cargados de historias que no se atrevían a salir. Había cicatrices en su rostro, líneas finas que se extendían como grietas en una máscara. Cada una contaba un fragmento de su pasado: traiciones, huidas fallidas, promesas rotas.
No estaba allí por un crimen común. Elias no era un ladrón ni un asesino. Su pecado había sido otro, uno que a los ojos de quienes lo habían encerrado era peor que cualquiera de esos. Había desafiado las reglas de su mundo, se había atrevido a buscar algo que estaba prohibido: la verdad.
En un reino gobernado por el miedo y las mentiras, donde la oscuridad reinaba y el conocimiento era un delito, Elias se había convertido en un símbolo de resistencia, aunque él mismo no lo había buscado.
Todo comenzó años atrás, en las ruinas de una biblioteca abandonada. Entre las páginas amarillentas de un libro olvidado, Elias había encontrado respuestas a preguntas que nadie se atrevía a formular.
Había descubierto que el mundo no siempre había estado sumido en las tinieblas, que alguna vez hubo un tiempo en el que las estrellas brillaban y las personas vivían bajo cielos abiertos. Esa revelación fue suficiente para condenarlo.
Una noche, lo arrastraron de su hogar. La Orden del Silencio, los guardianes del régimen, lo había acusado de herejía. Su castigo fue el encierro eterno, para que sus palabras nunca contaminaran a otros. Pero Elias no había sido quebrado. No del todo.
Mientras pasaba los días en la celda, su mente trabajaba en silencio. Sabía que había otros como él allá afuera, personas que aún buscaban la luz en medio de la oscuridad.
Ellos lo llamarían un mártir, un héroe. Pero Elias no se veía a sí mismo como ninguno de esos títulos. Solo era un hombre que quería ver las estrellas.
Una noche, cuando todo parecía perdido, algo cambió. Un sonido suave, casi imperceptible, llegó a sus oídos: un golpe metálico, como un susurro prometedor.
Al principio pensó que era su imaginación, pero luego lo escuchó de nuevo. Giró la cabeza hacia la puerta de su celda y vio una figura envuelta en una capa negra. La tenue luz apenas iluminaba su rostro, pero Elias reconoció esos ojos oscuros llenos de determinación.
- Te prometí que no te abandonaría - dijo la figura en un tono apenas audible.
Era Lira, la única persona en la que Elias había confiado alguna vez. Ella había arriesgado todo para encontrarlo, y ahora estaba allí, con una llave en la mano y una chispa de esperanza en los ojos.
- ¿Cómo supiste que estaba aquí? - susurró Elias, su voz rasposa por la falta de uso.
- No fue fácil - respondió Lira mientras abría el candado - Pero tus palabras... tus ideas... han llegado más lejos de lo que crees. Hay otros que están luchando. No podemos hacerlo sin ti.
Cuando la puerta se abrió, Elias dio un paso fuera de la celda, sintiendo el aire fresco en su rostro por primera vez en años.
No era solo el inicio de su libertad; era el primer paso hacia algo más grande. A pesar de las cicatrices, del tiempo perdido, de las sombras que lo perseguían, Elias sabía que aún tenía una misión.
Junto a Lira, desapareció en la oscuridad, pero esta vez no como prisionero, sino como un hombre que llevaba consigo la chispa de un nuevo amanecer.
FIN