“Las flores son la representación de las emociones genuinas, Hizashi”
Recordó con exactitud la voz de su abuela cuando le dijo esas palabras. Se vió a sí mismo a la edad de doce años, mirando extrañado la forma en que ella caminaba por su jardín perfectamente cuidado, mientras que tomando su mano lo invitaba a adentrarse ahí con ella.
Hizashi no era fanático de las flores. Las odiaba. Las consideraba como algo sucio, ordinario, sobrevalorado. No le llamaban la atención en lo más mínimo, por el simple hecho de estar tan cercanas a sus peores fobias: los insectos y la tierra.
Cruelmente a los siete años el destino lo involucró en un accidente, haciéndolo caer en un pozo mientras jugaba con sus primos, en el cual estuvo atrapado por más de cinco horas, rodeado de insectos repulsivos y escalofriantes hasta que la ayuda logró llegar hasta a él. No esperaba tomar una fobia horrible hacia estos.
Durante semanas tuvo pesadillas en las que volvía a caer en ese pozo, que estaba a unos metros de la casa de su abuela. En ese tortuoso terreno onírico, los gusanos y el resto de los insectos eran más numerosos, y se multiplicaban a cada segundo, entrando por su boca, moviéndose por debajo de su ropa, asfixiándolo con sus cuerpos llenos de bacterias y enfermedades. Entonces Hizashi se despertaba gritando y comenzaba a vomitar por conservar la sensación escalofriante y nauseabunda de sus pesadillas, esas que permanecían en su piel minutos luego de despertar.
Durante años visitó a psicólogos que le ayudaran a acabar con sus pesadillas, y a ser un poco más tolerante con algunos insectos; como las mariposas y luciérnagas. Sin embargo, al llegar a la etapa de su adolescencia, fue cuando una época del año en específico le provocaba escalofríos: San Valentín.
Hizashi siempre fue poseedor de una personalidad estrafalaria, bizarra, extravagante y optimista. Sin embargo, nadie podía imaginarse lo que mucho que le afectaba el simple y sencillo hecho de estar rodeado de uno de los característicos presentes de la época. No eran por los chocolates y peluches, pues de esos siempre recibía, sino por las flores.
No importaba lo pequeño que fuera el ramo, o si sólo se trataba únicamente de una simple rosa, incluso si no lo quería, en su mente se generaba la fugaz probabilidad de que en los pétalos de esos presentes se ocultara algún abejorro, una polilla o un parásito. Pronto los veía saltar hacia él y se imaginaba la sensación de que pusiera sus huevecillos dentro de su cuerpo. Eso le ponía la piel de gallina, y le provocaba náuseas.
Su primer San Valentín en la secundaria, trató de afrontarlo, trató de prepararse mentalmente para permanecer rodeado de tantas flores. Pero sus temores fueron más fuertes y terminó refugiándose a kilómetros de distancia, en la casa de su abuela consentidora. Sus padres al principio se habían negado a esa petición sencilla, y un poco infantil. Pero al ponerse en su lugar, con sus traumas y sus experiencias tomadas en cuenta, no se vieron capaces de negarse por mucho.
Y así fue, cómo se lamentó el catorce de febrero por haber huido de algo tan insignificante como una flor. Miraba con arrepentimiento y temor el jardín del patio trasero de su abuela, el cual a toda costa evitaba pisar. Detestaba que su estómago se volviera un nudo con sólo imaginarse parado ahí, y refugió su rostro entre sus rodillas mientras abrazaba sus piernas. Al menos estaba seguro detrás de esas paredes.
Luego de eso, y de regresar a la escuela, donde todos sus amigos le entregaron los chocolates que no pudieron darle el catorce de febrero, Hizashi se arrepintió. Pensó en lo mucho que pudo divertirse si se hubiese quedado a jugar con ellos. Seguramente ni siquiera habría notado la presencia de las flores que sus amigas habían recibido. Entonces, se propuso que para el siguiente año iba a ser valiente, no volvería a escapar de las flores, iba a quedarse en la escuela y las iba a disfrutar. Así se propuso que como meta personal, iba a disfrutar de un San Valentín con sus amigos.
Al acercarse la fecha, compró con anterioridad una bolsa con bombones, la cual tenía intenciones de ser compartida con sus compañeros de clase, y los de la clase superior a él. Era como una forma de decirse a sí mismo que estaba obligado a asistir al evento del catorce de febrero. Estaba decidido a vencer su miedo.
No lo logró.
Permaneció la gran parte del día encerrado en la habitación donde dormía al visitar a su abuela, escuchando con sus audífonos el Playlist que preparó para momentos cuando estaba deprimido, y le dio un mordisco a uno de los bombones que había comprado.
Miró por un instante el jardín que estaba fuera de la ventana, en el patio trasero, repleto de flores insignificantes e inofensivas. Entonces miró el bombón que tenía en la mano, y dejó salir uno de esos suspiros que soltaba cuando se reprendía mentalmente. Dejó caer la cabeza en la almohada con desdén. Sólo eran flores. Y como el año anterior, había escapado de ellas como un crío asustado. A esas alturas se sentía cansado, y no deseaba que para el siguiente año volviera a perderse la diversión.
Así que, motivado por una nueva determinación, se levantó del colchón al retirarse los audífonos, y con la bolsa de bombones salió de la habitación. «Solo son flores» se dijo mentalmente una y otra vez, mientras atravesaba la casa y salía por la puerta trasera. Y ahí estaba, parado a los pies de un pequeño camino de baldosas de cemento, que lo invitaba a adentrarse en ese jardín que lo recibía con un arco decorativo blanco.
Hizashi permaneció estático, apretando un poco la bolsa de bombones con una mano y empuñando la otra. Su propia cabeza le ordenaba entrar, mirar detalladamente cualquier flor e inhalar su perfume. Pero su cuerpo simple y sencillamente no le obedecía. ¿Qué pasaría si al entrar algún abejorro le picaba?, ¿si una oruga entraba por su nariz?, ¿si un gusano se le metía por la pierna del pantalón?