No hacía mucho ruido desde donde él estaba. Mirando sobre el tejado de una casa cualquiera a la mortal que alguna vez despertó algo en él irse tomada de la mano de aquel a quien había empezado a odiar, pero al menos ella lucía feliz.
Dejó salir todo el aire que retenía, y apoyando los brazos en sus rodillas, se dedicó a apartar la mirada de semejante escena, pues era una de las contadas cosas que podían hacerle daño. En cambio decidió mirar las estrellas, para tratar de distraerse, pero en cada una de ellas, la sonrisa de Ochako era lo único que veía.
Era ridículo que su labio inferior comenzara a temblar, o que su corazón comenzara a reclamarle su decisión final. Era ridículo que un Dios tan perfecto como él, estuviera sufriendo por una simple mortal como ella. Inevitablemente, los recuerdos que ahora ella había olvidado, comenzaron a golpear su alma al presentarse en su cabeza.
Recordó exacta y vívidamente su patidifusa mirada cuando por primera vez, su presencia divina se manifestó en su hogar. Sus ojos pardos y confusos perfilaban cada pluma de sus brillantes alas, y en sus manos percibió el impulso de tocarle.
Recordó que por varias lunas y varios soles, los rezos que Uraraka Ochako le habían hastiado. Tal vez porque en todos, aquella mortal sólo imploraba que aquel llamado Izuku Midoriya correspondiese a los sentimientos que tenía hacia él. Y Denki no lo entendía; habían personas que pedían prosperidad, fertilidad, muy pocas pedían trabajo, pero esa chica sólo quería que aquel joven la amara.
¿Por qué tenía que ser específicamente él? Muchas veces se preguntó. Y conforme los días transcurrían, los rezos de Ochako sólo le hacían entender que a pesar de ser el arquero del amor, no entendía aquel sentimiento en lo más mínimo. Incluso si con sus flechas doradas y su actitud pícara y traviesa provocaba sentimientos a aquellos a su alrededor, él seguía sin entender la necesidad de ser amado por alguien en específico.
Poco a poco se percató de que en realidad, jamás había tenido contacto alguno con el amor de verdad. Él mismo era producto de una de las tantas infidelidades que su madre, Afrodita, le había hecho al pobre de Hefesto con el Dios de la guerra y el caos, Ares. Al enterarse de eso, no podía evitar ver a su madre como a una ramera egoísta e hipócrita. Ese concepto le impedía amarla. Al contrario, la odiaba.
En el Olimpo, existían Dioses a los que les tenía un concepto tan bajo, que incluso se mofaba de ellos. Habían otros a los que simplemente les respetaba, pues pensaba que lo merecían. Pero a ni uno solo le guardaba ninguna clase de cariño o afecto.
No había sido concebido con amor, no había sido criado con amor, no había nunca amado a alguien. Por miles de años creció pensando que dicho sentimiento era parte de los efectos que sus flechas provocaban, y no una emoción genuina como la alegría o la tristeza. El amor siempre había sido algo desconocido para él, incluso lo consideró un mito creado por los mortales.
Y entonces, Uraraka Ochako apareció, más enamorada que cualquier persona que hubiese sido blanco de alguna de sus flechas. Y Kaminari no podía creer que eso fuera posible. Para él, creer en el amor era como si le pidieran que creyera en una rata como un ser todopoderoso y omnipresente. Así que, anonadado, indagó en lo más profundo de las filosofías de los otros Dioses, pero ninguna respuesta saciaba sus dudas. Fue cuando decidió que para entender el amor, tenía que ir personalmente con aquella que estaba perdida en él.
Se presentó ante la mortal, y le dijo que para conceder el deseo por el que con tanto esmero rezaba, debía de conseguir que ese joven entendiera lo que era ese sentimiento. Y aunque ella no podía creer, que fuera el arquero del amor quién le impusiera esa condición, aceptó.
Todas las mañanas Kaminari iba a visitarla a esa pequeña aldea donde Ochako vivía. Pasaban tiempo juntos, en donde ella al principio trató de explicarle lo que era estar enamorado, pero el joven Dios seguía sin entender. Ninguno se percató de que poco a poco, dejaban de hablar del amor, y comenzaron a hablar de ellos mismos.
Kaminari se interesó por conocer a esa chica. Recordaba su cumpleaños, su color favorito, sus alimentos y pasatiempos favoritos también. Y se sentía bien el conocer tanto a alguien.
Le gustaba verla sonreír. Le gustaba más si lo hacía para él. Le gustaba que el tiempo parecía ir más lento cada vez que estaba a su lado. Le gustaba sentir que ella no le guardaba secretos y que confiaba en él. Y entonces, se percató de que por primera vez, su propio estado anímico dependía no solo de él, sino del bienestar de alguien más.
Nunca iba a olvidar el dolor que le provocó verla llorar por primera vez. Cuando un grupo de bandidos había destruído el jardín que con tanto esmero cuidaba. Ellos tenían problemas de dinero con los padres de Ochako, y por ello le habían hecho esa maldad.
Por primera vez Kaminari sintió la necesidad de abrazarla, y de decirle con palabras gentiles que esas flores volverían a crecer y todo se resolvería. Por primera vez sintió que quería hacer feliz a alguien, y por primera vez, comenzó a actuar en favor de alguien más.
Esa misma tarde, acudió a las Diosas Artemisa y Atenea, para pedirles que devolvieran el jardín de Ochako a su antigua gloria. Las Diosas, a las cuales respetaba mucho, le miraron sorprendidas por aquella acción tan noble y desinteresada, por uno de los Dioses más caprichosos del Olimpo.
«Esa chica debe de ser muy importante para tí». Le dijo Atenea antes de aceptar aquella petición. Y Kaminari cayó en cuenta de que por primera vez, alguien era importante para él.
Y esa misma noche, se manchó las manos de sangre para ayudar a alguien por primera vez. Pues en la aldea, asechó a los bandidos que habían herido a Ochako, y le ordenó a los perros que les acompañaban atacarlos hasta que murieron. Y por primera vez fue generoso por desinterés, pues cada gota de sangre que los hombres despedían fue convertida en monedas de oro. Y ese oro lo dejó a los pies de la puerta de la familia de ella.