Corazones entre Sombras

Nacidos de la Tormenta

La tormenta empezó sin aviso.
Noctyris dormía envuelta en neones y humo cuando el cielo se quebró en dos. Una línea de luz blanca cruzó la ciudad desde el mar hasta las montañas, iluminando por un instante las avenidas, los techos oxidados y los templos olvidados. Luego vino el rugido: un trueno tan profundo que hizo vibrar las ventanas y las almas. Era como si el corazón de la tierra hubiera despertado.

Esa noche, dos nacimientos cambiaron el pulso del mundo.

En el barrio viejo, donde las calles aún olían a sal y a humedad, Lía Serrano luchaba por venir al mundo. Su madre, Clara, apretaba los dientes en una habitación apenas iluminada por una vela. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con furia. Un médico agotado intentaba mantener la calma mientras el viento se colaba por los marcos de las puertas.
—Ya casi, Clara, ya casi… —decía, sin convencerse a sí mismo.

El aire se volvió espeso. El reloj del pasillo se detuvo a las 3:03. La vela titiló, y por un instante la llama se tiñó de azul. Lía nació con un grito que no parecía solo humano: un eco resonó en las paredes, una vibración sutil, como un susurro de viento que decía su nombre. Clara no lo oyó, pero el médico sí. Se quedó helado, sin saber por qué sintió miedo y ternura al mismo tiempo.

Al otro lado de la ciudad, más allá del río oscuro que dividía Noctyris, una tormenta distinta rugía sobre las ruinas del Santuario de los Umbrales. Allí, en lo profundo, un grupo de figuras encapuchadas realizaba un antiguo ritual. En el centro del círculo, una mujer de piel pálida y ojos dorados sostenía un pequeño cuerpo envuelto en mantos negros.
—El heredero de la sombra nace bajo la ruptura del cielo —dijo con voz grave—. Que los velos se mantengan, que la luz no lo consuma.

El bebé abrió los ojos, y por un instante el fuego de las antorchas se curvó hacia él. No lloró. Observó el vacío con una calma inhumana. Era Kael, nacido del linaje de los Sombríos, seres que existían entre la luz y la penumbra, condenados a desaparecer si el amor tocaba su esencia.
Una ráfaga entró al santuario, rompiendo los sellos de contención. Los encapuchados se miraron alarmados.
—¡El vínculo se ha formado antes de tiempo! —gritó uno de ellos.
—No… —murmuró la mujer de ojos dorados—. No es un error. Es destino.

En el barrio viejo, Clara abrazaba a su hija sin entender por qué la temperatura de la habitación había descendido tanto. Lía abrió los ojos por primera vez. Tenían un tono verde con reflejos dorados, un brillo que parecía moverse con la luz. Cuando la vio, Clara sintió un escalofrío y luego una paz extraña.
—Bienvenida, mi pequeña —susurró—. Nadie te va a hacer daño.

El viento respondió con un golpe seco en la ventana.
A kilómetros de allí, Kael alzó una mano minúscula, como si respondiera al mismo sonido.

A medida que la tormenta crecía, la ciudad empezó a apagarse. Los transformadores estallaban como luciérnagas moribundas. Las avenidas quedaron en sombras. La lluvia se mezclaba con un polvo oscuro que caía del cielo como ceniza.
En la radio, una voz distorsionada repetía: “Fenómeno atmosférico no identificado… permanezcan bajo techo…”

En el hospital del sur, donde los generadores aún resistían, un anciano de limpieza miró por la ventana y juró ver dos luces cruzando el cielo: una blanca y otra negra, girando en espiral antes de fundirse en un destello violeta. Nadie le creyó al día siguiente.

Mientras tanto, en el santuario, los Sombríos sellaban a Kael en un círculo protector.
—Debe dormir hasta que la ruptura se cierre —dijo la sacerdotisa—. Si la luz lo encuentra ahora, ambos mundos se colapsarán.
—¿Ambos? —preguntó un joven acólito.
—El de las sombras… y el de ella.
—¿Ella?
La sacerdotisa lo miró, como si hubiera pronunciado un secreto prohibido.
—La nacida en la lluvia —susurró—. La que lleva su reflejo.

Años después, los habitantes de Noctyris recordarían aquella noche como La Tormenta de los Dos Cielos. Nadie entendía lo que había ocurrido, pero muchos juraban haber visto siluetas moverse entre los relámpagos, como si la ciudad hubiera sido observada desde otro plano. Los periódicos del día siguiente hablaban de fenómenos eléctricos, de fallas en la red, de teorías absurdas. Nadie mencionó que en un viejo templo al norte el suelo se había agrietado en forma de espiral, ni que en el barrio viejo una niña había nacido con una marca luminosa en el antebrazo que desapareció al amanecer.

El tiempo siguió su curso.
Lía creció entre libros de arte, sombras y preguntas. Tenía una forma curiosa de mirar las cosas, como si percibiera algo detrás de cada superficie. Cuando rozaba una pintura antigua, podía sentir lo que su autor había sentido. No lo decía a nadie, temiendo que la llamaran loca. Pero cada vez que lo hacía, una sombra suave se movía en las esquinas, observándola.

Kael, mientras tanto, dormía en el santuario sellado. Su cuerpo no envejecía. El fuego azul que lo rodeaba latía como un corazón dormido. En ocasiones, la sacerdotisa creía escuchar un susurro dentro del templo.
—Lía… —decía la voz, tenue como el viento que pasa por las grietas.

Esa conexión invisible persistió durante años, creciendo con ellos. A veces, Lía soñaba con un muchacho de ojos plateados que caminaba entre ruinas y espejos rotos. No recordaba su rostro, solo la sensación de estar completa cuando lo veía. Despertaba con el corazón acelerado y una palabra en los labios: Kael, sin saber qué significaba.

El cielo de Noctyris nunca volvió a ser igual después de aquella tormenta. Había noches en que las nubes se iluminaban desde dentro, mostrando formas fugaces: alas, rostros, destellos de un mundo escondido. Los viejos decían que la ciudad tenía un corazón nuevo, dividido entre la luz y la sombra.




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