La ciudad de Noctyris amaneció distinta.
La tormenta había dejado un silencio denso, casi vivo. El cielo, todavía gris violáceo, parecía cubrirlo todo con una neblina que olía a hierro y ozono. Las aves no cantaban; solo se escuchaba el goteo constante del agua desde los tejados y el murmullo lejano de las patrullas revisando los destrozos.
En el subsuelo, entre muros húmedos y polvo, Lía Serrano despertó.
Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. El aire le sabía a ceniza y su cuerpo dolía como si hubiera caído desde una gran altura. A su alrededor, los fragmentos del mural cubrían el suelo como un mosaico roto.
—¿Qué… pasó? —susurró, y su voz resonó débilmente entre las columnas.
Se incorporó despacio. Su brazo derecho ardía. Al levantar la manga, vio la marca que había brillado antes: una línea dorada que se extendía desde la muñeca hasta el codo, con forma de espiral. Aún latía, como un pulso ajeno. Intentó tocarla, pero la piel le quemó.
El generador volvió a encenderse, chispeando. Las luces parpadearon sobre el muro destruido. Donde antes estaba el rostro del hombre tallado, ahora solo quedaba una grieta abierta que respiraba una bruma azulada.
—Esto no es posible… —dijo.
Dio un paso atrás, tropezó con una caja de herramientas y cayó de rodillas. La bruma comenzó a moverse hacia ella, ondulando como si tuviera voluntad propia. Lía retrocedió, buscando a tientas su linterna. Cuando la encendió, la neblina se desvaneció.
El silencio la envolvió de nuevo.
Arriba, el reloj de la galería marcaba las 3:33.
Un eco metálico retumbó en el túnel, como una respiración profunda.
A kilómetros de allí, el Santuario de los Umbrales se había convertido en un cementerio de fuego azul. Los sellos arcanos estaban rotos y el aire se cargaba con un zumbido bajo, constante.
En el centro del templo, entre los restos del círculo protector, Kael permanecía de pie. No parecía un recién nacido, aunque su cuerpo seguía el molde de la juventud. Su piel tenía un tono gris oscuro, como piedra mojada; los ojos, plateados y líquidos, reflejaban las brasas de los sellos extinguidos.
El viento le agitaba el cabello. A cada respiración, el fuego azul se deshacía, convirtiéndose en polvo.
—Han pasado siglos —murmuró una voz detrás de él.
La sacerdotisa de ojos dorados había sobrevivido. Se apoyaba en un bastón, envejecida, pero la misma energía antigua fluía en su mirada.
—Despertaste antes de lo previsto.
Kael giró hacia ella. Su voz sonó ronca, como si la garganta aún recordara el silencio de la piedra.
—La oí… —dijo—. Llamó mi nombre.
—Eso no puede ser —respondió ella—. El vínculo debía sellarse.
Kael cerró los ojos. Una imagen fugaz cruzó su mente: una joven de cabellos oscuros, un destello dorado en la piel, el sonido de la lluvia sobre el cristal.
—Está viva —susurró.
La sacerdotisa alzó el rostro hacia la cúpula derrumbada.
—Entonces el equilibrio se ha roto —dijo—. Y tú, Kael… ahora perteneces a ambos mundos.
Él levantó la mirada al cielo que se filtraba entre las grietas. Las nubes aún giraban lentamente sobre Noctyris, como si el cielo lo reconociera.
—¿Dónde está? —preguntó.
—No lo sé —respondió ella—. Pero si la encuentras, todo volverá a comenzar.
Lía logró salir de la galería con ayuda de los bomberos que habían acudido al lugar tras los reportes de un “temblor subterráneo.” La lluvia menuda le empapaba el rostro. Mientras la interrogaban, su mente seguía atrapada en las imágenes del mural: los ojos plateados, la voz que había susurrado dentro de ella.
—No recuerdo… —respondía una y otra vez—, solo que algo se rompió.
Un oficial le entregó una manta.
—Tendrá que venir mañana a declarar, señorita Serrano.
Asintió sin escuchar. Al mirar hacia el túnel, creyó ver por un instante una silueta inmóvil, hecha de bruma. Parpadeó. No había nada.
El amanecer encontró a Kael caminando entre los restos del santuario. El fuego azul se había extinguido por completo, y en el aire flotaban partículas de luz grisácea. Dio un paso y el suelo crujió bajo sus pies descalzos. No necesitaba comer ni dormir; lo único que sentía era un tirón en el pecho, una vibración constante que lo guiaba como una brújula invisible.
Siguió esa sensación hasta llegar a la entrada del templo, donde la vegetación lo había cubierto todo. Detrás de los árboles, la ciudad se extendía como un monstruo dormido de acero y luces apagadas.
—Así luce el mundo de los humanos —susurró, maravillado y dolido a la vez.
Cruzó el primer puente al amanecer. Los transeúntes apenas notaban su presencia; la luz lo volvía translúcido, como si el sol no lo reconociera. Los perros ladraban al pasar, los espejos de los autos se empañaban. Cada reflejo mostraba una figura más oscura, como si las sombras lo siguieran.
Lía llegó a su apartamento cuando el cielo comenzaba a aclarar. Tiró la manta sobre el sofá, se quitó las botas y fue directo al baño. Al verse en el espejo, dio un salto: la marca en su brazo brillaba tenuemente bajo la piel. Intentó cubrirla con agua fría, con jabón, con todo. No se borró.
—Esto es una locura —dijo, respirando con dificultad.
De pronto, la luz del baño parpadeó. Su reflejo cambió. Por un instante, detrás de ella, vio un par de ojos plateados mirándola a través del espejo. Se giró de golpe. No había nadie.
Su corazón latía tan fuerte que sintió que el pecho se le rompía.
Al caer la noche, Noctyris volvió a respirar. Los noticieros hablaban del temblor, de explosiones subterráneas, de “descargas magnéticas.” Nadie mencionaba la energía azul que algunos testigos habían visto salir de las alcantarillas.
En su apartamento, Lía intentó dormir, pero cada vez que cerraba los ojos, escuchaba la misma voz en su mente:
“Lía…”
Era suave, casi familiar, y a la vez infinitamente triste.
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Editado: 11.10.2025