Corazones entre Sombras

La Marca y la Sombra

La lluvia regresó tres noches después. No la llovizna tranquila de los últimos días, sino una tormenta súbita, eléctrica, que hizo vibrar los ventanales del edificio donde Lía vivía. Ella no podía dormir. Desde aquella madrugada en la galería, algo en su interior había cambiado. A veces creía escuchar pasos fuera de su puerta, murmullos apenas audibles entre el ruido de la ciudad. A veces veía luces titilando dentro de los espejos. Pero lo que más la inquietaba era la marca, que ya no brillaba en oro, sino en un tono azul que se movía como agua viva bajo su piel.

Intentó concentrarse en su trabajo. Tenía que entregar un informe al Museo de Patrimonio sobre los daños en la galería, pero cada vez que abría el archivo, su mente volvía a aquella voz.
“Lía…”
Cerró la laptop de golpe.

El sonido seco resonó en la habitación, y por un momento creyó ver una sombra moverse sobre la pared. No era el reflejo de nada; era algo más, una forma que se estiraba como humo, casi humana. La vio avanzar hasta el ventanal y desvanecerse en la lluvia.
Lía tragó saliva y dio un paso atrás.
—Estoy perdiendo la cabeza —susurró.
Entonces, la marca volvió a arder.

A esa misma hora, Kael caminaba por las calles de Noctyris bajo la tormenta. No necesitaba refugio. La lluvia lo traspasaba, pero también lo alimentaba. Cada rayo que caía parecía devolverle fuerza. Sin embargo, había algo que lo desgarraba: la sensación constante de que alguien más respiraba dentro de él.
Cerró los ojos frente a un escaparate. En el reflejo vio su propio rostro, pero detrás, entre los destellos de luz, apareció por un instante una figura femenina.
—¿Quién eres? —preguntó, sabiendo la respuesta.
El reflejo se desvaneció.

Había vagado por la ciudad durante días, observando a los humanos con curiosidad y desasosiego. Todo le resultaba nuevo: los autos que rugían como bestias metálicas, los anuncios luminosos, la música que salía de las tiendas. Y, sin embargo, nada de eso lo distraía del eco constante que lo unía a ella.
Cada vez que ella dormía, él lo sentía. Cada vez que su corazón se aceleraba, el suyo también.
La sacerdotisa le había advertido que el vínculo era un arma de doble filo: si uno de los dos cedía a la oscuridad, el otro también caería.

Kael sabía que debía mantenerse oculto. Pero algo lo impulsaba hacia el centro de la ciudad, hacia el corazón de Noctyris, donde el pulso de Lía latía más fuerte.

Lía se sentó en el suelo, temblando. La marca brillaba tanto que iluminaba toda la habitación. De repente, escuchó un estallido de vidrio. Corrió hacia el ventanal: un rayo había caído justo frente a su edificio, partiendo un poste de luz. El cielo rugió, y durante un instante, vio algo entre las nubes: una figura suspendida, rodeada de destellos azules, como si la tormenta lo protegiera.

Parpadeó, y ya no estaba.
Pero la marca, en su brazo, se encendió aún más.

Corrió hacia el baño, abrió el grifo y metió el brazo bajo el agua helada. La marca no se apagó; al contrario, el agua empezó a hervir. La retiró de golpe, gritando.
—¡Basta! —gritó al vacío— ¡¿Qué quieres de mí?!

El silencio respondió.
Luego, muy despacio, una voz en su mente:
“No tengas miedo.”
Lía cayó de rodillas.
No era una alucinación. Era él.

Kael, al otro lado de la ciudad, se detuvo en seco.
Había sentido su miedo como una punzada en el pecho.
—Lía —murmuró—. Puedes oírme…
Cerró los ojos, extendiendo la mano hacia el cielo. Su cuerpo comenzó a brillar con la misma luz azul que la tormenta. En su mente, la distancia se disolvió.
Por un segundo, ambos compartieron una misma respiración.

Lía vio fragmentos que no eran suyos: un templo en ruinas, fuego azul, un hombre de ojos plateados rodeado de sombras.
Kael vio los suyos: una ciudad de concreto, una joven arrodillada, lágrimas mezcladas con lluvia.
El vínculo se abrió de nuevo, y algo más se deslizó entre ellos.

Una presencia antigua, oculta, los observaba a través del reflejo de los espejos. En el cuarto de Lía, el cristal del baño se agrietó en forma de espiral. En la azotea, el suelo bajo Kael vibró.
Una sombra emergió de las grietas, arrastrando una voz ronca y gutural.
—Así que los portadores han despertado…

Kael se giró.
—¿Quién eres?
La figura era humo y carne al mismo tiempo, con ojos de fuego rojo.
—Un eco —respondió—. Un recuerdo de lo que sellaron en ti.
El demonio alzó una mano y el aire estalló en una ráfaga negra. Kael fue lanzado contra una pared. Se incorporó con dificultad, y el suelo tembló bajo sus pies.
—No permitiré que la toques.
—No puedes evitarlo —rió la sombra—. Todo lo que ella siente, tú lo sientes también. Y cuando uno caiga, el otro vendrá detrás.

El demonio se desvaneció entre la lluvia, dejando un olor a azufre. Kael se arrodilló, jadeando. Su pecho ardía.
Al mismo tiempo, en su apartamento, Lía gritó. Su espalda se arqueó como si una fuerza invisible la quemara desde adentro.

Ambos cayeron inconscientes.

Despertó horas después, en plena madrugada. La tormenta había pasado. Lía estaba en su cama, empapada en sudor. La marca se había vuelto negra. Intentó levantarse, pero el cuerpo no respondía.
El teléfono vibró. Era su amiga Maya, del museo.
—Lía, ¿estás bien? No has contestado en tres días.
—¿Tres días? —repitió ella, aturdida.
—Sí. Encontramos algo entre los escombros de la galería. Una figura de piedra… tiene tu rostro.

Lía sintió que el aire se le iba.
—Voy para allá —dijo.

El museo aún olía a humedad y yeso. Entre las piezas rescatadas, Maya le mostró una estatua fracturada: un rostro de mujer con los ojos cerrados, el mismo perfil que el suyo. En la frente, la misma espiral que tenía en el brazo.
—¿Qué significa esto? —preguntó Maya.
Lía no respondió. Dentro de su cabeza, una voz le susurró:
“No toques esa piedra.”
Retrocedió un paso. Maya la miró, confundida.
—Lía…
—Lo siento, tengo que irme.




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