La noche se había vuelto un animal sin forma, un rumor que recorría la ciudad entre los cables, los espejos y los techos mojados. Nadie lo sabía, pero algo antiguo respiraba de nuevo bajo las calles, un pulso que venía de las entrañas del suelo y que hacía vibrar las ventanas con un temblor sutil. Lía despertó a las tres de la madrugada con la garganta seca, el corazón latiendo al ritmo de ese pulso. No hubo sueños esa vez, solo un zumbido, una especie de canto lejano que se deslizaba entre los muros. Se levantó, encendió la lámpara, y el resplandor de la bombilla pareció temblar, como si la luz misma tuviera miedo de quedarse allí.
El espejo frente a su cama reflejaba la habitación con un leve retraso. Era una demora imperceptible, pero suficiente para que Lía lo notara. Se acercó despacio, descalza, y la marca sobre su clavícula empezó a brillar. El reflejo la miró fijo, con una intensidad que la hizo contener el aliento. Y entonces, durante un instante que se sintió eterno, su reflejo parpadeó... pero ella no.
Un golpe en la puerta la hizo girar.
—¿Mamá? —preguntó, la voz apenas un hilo.
Silencio.
Cuando volvió a mirar al espejo, el reflejo sonreía.
La vela del escritorio se encendió sola. Una corriente de aire atravesó la habitación y la hoja del cuaderno donde había dibujado la espiral se desprendió, volando hacia el espejo. Al tocarlo, el papel se disolvió, absorbido por la superficie plateada. La marca de Lía ardió como si la piel se abriera en fuego. Cayó de rodillas. No gritó; el dolor era tan profundo que solo pudo soltar un suspiro que no parecía humano.
Del otro lado del espejo, algo se movió.
Mientras tanto, en la iglesia abandonada, Kael se arrodillaba frente al altar derrumbado. Había intentado contener la energía que crecía en su interior, pero era inútil. La marca en su pecho se expandía, dejando tras de sí filamentos de luz que se mezclaban con su sombra. En su mente, las visiones llegaban en ráfagas: una chica frente a un espejo, el fuego, la sensación de estar siendo llamado.
—Otra vez... —susurró con la voz rota—. Ella está cerca.
Cerró los ojos, y el eco entre ambos se intensificó. No era telepatía ni magia, era algo más antiguo, un lazo que trascendía las palabras. Lía, en su habitación, lo sintió también. Una voz sin idioma resonó en su pecho.
“No te apartes.”
El espejo comenzó a vibrar. Las luces del cuarto parpadearon hasta apagarse por completo. Solo la luna, que se colaba entre las cortinas, iluminaba la escena. Lía avanzó un paso, hipnotizada. Las sombras de la habitación se extendieron hacia ella, formando un arco líquido frente al cristal. La superficie empezó a ondular, como si el vidrio se hubiera vuelto agua.
Al otro lado, Kael alzó la mano hacia una vidriera rota. El aire entre ambos lugares —separados por kilómetros— se volvió un mismo espacio. Dos planos superpuestos intentando fundirse.
Y entonces, ocurrió.
Una ráfaga de energía recorrió la ciudad. Los relojes se detuvieron. Los animales en los callejones se agitaron, las luces se apagaron en edificios enteros, y por una fracción de segundo, todos los espejos reflejaron algo que no debía estar allí: una sombra con ojos de fuego.
Lía retrocedió. El cristal volvió a endurecerse, pero su reflejo ya no era suyo. En el lugar de su rostro, veía una máscara de humo, con los mismos ojos que había visto en sus sueños. Una voz brotó desde dentro del espejo:
—Ya no hay puerta. Solo el umbral.
La superficie estalló en fragmentos, pero ninguno cayó. Las piezas quedaron suspendidas en el aire, girando lentamente. Cada trozo mostraba un fragmento distinto del mismo rostro: Kael.
En la iglesia, Kael cayó al suelo, jadeando. La marca en su pecho se extendió hasta su cuello. En su mente, escuchó un nombre que no había pronunciado en siglos: “Erevas.”
Su sombra se alzó detrás de él, proyectándose sobre el altar como una figura separada, más grande, más oscura, con movimientos propios.
—No puede ser... —susurró—. Pensé que estaba sellado.
El aire se volvió denso. Desde las grietas del suelo brotaron filamentos de humo negro. La sombra lo observó con una calma casi humana.
—Ella lo abrió —dijo la voz de Erevas, profunda y múltiple, como si hablara desde varios lugares a la vez—. La mitad del sello era tuya, Kael. La otra, suya.
Kael apretó los puños, el miedo mezclado con una furia antigua.
—No la toques.
—Ya lo hice. —La sombra sonrió sin boca—. Está marcada igual que tú. Ahora ambos me pertenecen.
Kael gritó, y su poder estalló en un círculo de luz que arrancó el techo de la iglesia. Las campanas oxidadas repicaron por primera vez en décadas. Pero el eco de su rabia no borró la risa del ser que lo perseguía desde su origen.
Lía, al mismo tiempo, se encontró en medio de un silencio antinatural. Los fragmentos del espejo comenzaron a caer lentamente al suelo, pero no hacían ruido al romperse. En cada pedazo veía escenas distintas: un bosque ardiendo, un campo de batalla, una niña de cabello blanco corriendo bajo la lluvia. En uno de ellos, vio su propio rostro, pero no de ahora: más joven, con una túnica azul y una corona de hojas oscuras.
Un susurro la atravesó:
“Recuerda quién fuiste.”
El aire del cuarto cambió. Todo olía a tierra mojada y a ozono. Alguien la observaba desde la esquina, aunque no podía verlo. La marca sobre su clavícula comenzó a dibujar líneas que descendían hasta su brazo, formando un patrón como raíces. Se escuchó un crujido: la madera del suelo se partía, y entre las grietas, un brillo azul surgió, como si la casa escondiera un corazón dormido.
Lía cayó de rodillas, la respiración entrecortada.
—¿Quién eres? —susurró.
Y en la penumbra, una voz respondió desde dentro de su mente:
—Soy la sombra que dejaste atrás.
En otra parte de la ciudad, Kael observaba el horizonte desde el techo de la iglesia destruida. Las luces de Noctyris titilaban como luciérnagas enfermas. Sabía que el equilibrio se había roto. El sello que los unía no solo los vinculaba entre sí, sino también al abismo que alguna vez contuvieron.
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Editado: 11.10.2025