La ciudad amaneció distinta. No fue un cambio evidente —no había fuego ni ruina aún—, pero algo en el aire había mutado. Las aves no cantaban. Los perros callejeros se quedaban quietos mirando los reflejos de los charcos, como si esperaran que algo saliera de ellos. El cielo, que solía despertar con un gris rutinario, se estiraba esa mañana en un tono violeta profundo, imposible de describir sin sentir un escalofrío en la nuca.
Era como si Noctyris —esa ciudad de concreto, lluvia y supersticiones— respirara a destiempo.
Lía caminaba por la avenida con paso rápido, intentando llegar a la universidad. Llevaba tres noches sin dormir bien. Desde el incidente del espejo, las luces titilaban a su alrededor, los relojes se detenían cuando pasaba y las sombras parecían seguirla con un ritmo propio.
Había intentado ignorarlo, fingir normalidad. Pero el mundo no la dejaba.
Un niño, al cruzarla, se detuvo y le dijo con total inocencia:
—Tienes una estrella en el pecho.
Ella lo miró, perpleja. Antes de que pudiera responder, la madre lo tomó de la mano y se lo llevó apresurada, murmurando una oración.
Lía bajó la mirada. La marca, aunque cubierta por la ropa, ardía cada vez que el sol tocaba su piel. A veces creía oír su nombre entre los murmullos del viento que soplaba desde el río. Y a cada paso, esa sensación de ser observada crecía. No era paranoia; algo —o alguien— la seguía desde las sombras de los edificios, invisible pero palpable como una mirada en la espalda.
Kael llevaba horas recorriendo los tejados. La ciudad lo desconcertaba: su ruido, su ritmo, su violencia oculta. Pero había aprendido a moverse en ella con sigilo. Vestía ropa robada de un tendedero —una chaqueta negra, un pantalón raído—, y había cubierto la marca de su pecho con vendas improvisadas.
El amanecer lo encontró de pie sobre una estructura metálica, mirando hacia el este. Sentía la presencia de Lía con claridad, un eco tibio que le guiaba entre la multitud sin necesidad de verla. No sabía si acercarse era seguro. Sabía que el vínculo los atraía como imanes, pero también que cada paso hacia ella despertaba algo más profundo, más peligroso.
Detrás de él, la sombra de Erevas se manifestaba en destellos apenas visibles.
—El lazo los devorará a ambos —dijo aquella voz etérea—. Cada instante que la busques, alimentarás lo que duerme.
Kael no respondió. Su silencio era una negación, pero también un miedo que no se atrevía a nombrar.
Saltó del techo, cayó sobre una calle lateral y caminó entre la gente. Nadie lo miraba dos veces, aunque algo en él no pertenecía del todo a ese mundo. Cada paso lo acercaba a Lía, y el aire a su alrededor parecía cambiar de densidad.
En la universidad, Lía intentaba concentrarse en su clase de arte, pero el cuaderno frente a ella se llenaba solo. No lo hacía a propósito: su mano se movía sin control, dibujando símbolos, espirales, rostros que no recordaba haber visto. Cuando terminó de trazar el último, el papel comenzó a humedecerse, como si la tinta fuera sangre. Dio un salto hacia atrás, tirando la silla.
Los demás la miraron con desconcierto.
—¿Todo bien, Lía? —preguntó la profesora.
Ella asintió, nerviosa, y salió del aula con el corazón en la garganta.
En el pasillo, el aire se volvió frío. Una brisa surgió de la nada y le revolvió el cabello. Las luces del techo parpadearon, y las sombras de los estudiantes que pasaban se alargaron desmesuradamente. Una de ellas se detuvo, se giró hacia ella y sonrió.
Lía corrió.
Salió a la calle, respirando agitada, y justo en ese instante lo sintió: un tirón profundo, una llamada dentro del pecho. El sonido del mundo se apagó, quedando solo el rumor del viento. Levantó la vista y, a lo lejos, entre el tumulto de gente, vio una figura.
No distinguió su rostro, pero supo quién era.
Kael.
No necesitó verlo del todo. La marca sobre su piel se encendió, y el mismo brillo se reflejó en el pecho de él, varios metros más adelante. La multitud siguió caminando, ajena a la tensión invisible que se formaba entre ambos.
Kael detuvo sus pasos.
Ella también.
Por un instante, el tiempo pareció quebrarse. Las sombras de los edificios se inclinaron hacia ellos, el ruido de los autos se distorsionó, y una ráfaga de viento recorrió la avenida como un suspiro gigantesco.
No se movieron.
Ni siquiera respiraron.
Luego, un sonido sordo —como un cristal al romperse bajo tierra— los separó. Kael retrocedió; no por miedo, sino porque sintió que si la tocaba en ese momento, algo irreparable ocurriría.
El reflejo de una ventana cercana mostró, por un segundo, dos figuras fundiéndose en una sola, antes de que el vidrio estallara.
La confusión que siguió fue caótica. La gente gritaba, los autos frenaron de golpe, los teléfonos dejaron de funcionar.
Lía cayó de rodillas. Kael quiso acercarse, pero la sombra de Erevas se alzó detrás de él, envolviéndolo en un torbellino oscuro.
—Aún no —susurró la voz dentro de su cabeza—. No estás listo.
El suelo bajo Noctyris tembló. Desde los desagües empezó a filtrarse un humo espeso, negro, que no tenía olor, pero sí una textura viva. Se deslizaba por las calles, metiéndose en las rendijas, trepando las paredes. Nadie sabía de dónde venía, pero todos lo sentían.
Lía miró alrededor. Las personas comenzaron a desvanecerse, no físicamente, sino como si se volvieran transparencias en un lienzo. Las voces se diluían. Todo se tornó gris.
Y en medio de ese silencio suspendido, una figura se acercó. No era Kael, aunque tenía su forma. Era su reflejo.
El eco oscuro.
—Tú lo llamaste —dijo la figura, con una voz que sonaba igual a la suya—. Él es tu mitad, pero yo soy la deuda.
La sombra extendió la mano hacia ella. Lía retrocedió, pero el suelo se volvió líquido. El mundo giró sobre sí mismo y todo se oscureció.
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Editado: 11.10.2025