El amanecer no llegó.
La ciudad despertó envuelta en una penumbra que no correspondía a ninguna hora del día. Noctyris parecía suspendida bajo un cielo detenido: sin sol, sin luna, solo una luz extraña que parecía surgir del asfalto mismo. El río, siempre ruidoso, se había quedado quieto, como si contuviera la respiración.
Lía abrió los ojos de golpe. No sabía cuánto había dormido, si es que había dormido. Su corazón aún golpeaba con la fuerza de un tambor de guerra. Lo último que recordaba era aquella voz: “Bienvenidos al Umbral.”
Se incorporó lentamente. La habitación estaba igual y no estaba. Los objetos conservaban su forma, pero la materia parecía distinta, como si la realidad se hubiese vuelto más densa. Todo brillaba con un resplandor tenue, apenas perceptible, como si el aire estuviera hecho de polvo de vidrio.
Caminó hacia la ventana. Afuera, los edificios se alzaban en silencio, algunos invertidos, flotando a mitad del cielo, reflejando las luces de otros que ya no existían. Un escalofrío le recorrió la espalda. Sabía —sin entender cómo— que no estaba soñando.
Alzó la mano y vio la marca sobre su clavícula extenderse lentamente hacia el cuello, como raíces buscando la superficie. Cada línea pulsaba al ritmo de su corazón. Cerró los ojos. Y en la oscuridad interna, lo sintió.
Kael.
Su nombre era un golpe suave dentro de ella. No lo había escuchado de nadie, pero estaba en su memoria, enterrado entre los fragmentos de sueños que no eran suyos.
“Kael…”
Al pronunciarlo, el aire se estremeció.
En otra parte de esa misma ciudad distorsionada, Kael caminaba entre las ruinas de una avenida que no reconocía. Las farolas colgaban torcidas, los autos flotaban a medio metro del suelo. Cada paso que daba hacía vibrar el entorno, como si todo el lugar estuviera hecho de reflejos y ecos.
—El Umbral —dijo para sí mismo—. Ha vuelto a abrirse.
Sabía lo que significaba. Aquel espacio entre realidades era la grieta que separaba el mundo de los vivos del reino de las memorias olvidadas. Un lugar que existía solo cuando el equilibrio se rompía. Allí, las almas que habían sido selladas, los juramentos rotos y las historias inacabadas volvían a latir.
Y ahora, él y Lía estaban atrapados en su centro.
Detuvo su marcha. A lo lejos, sobre una colina de piedra suspendida, creyó verla: una figura pequeña, envuelta en luz azul.
—Lía… —susurró, y la marca de su pecho respondió con un destello.
Ella comenzó a caminar sin saber a dónde. Cada paso la guiaba hacia un punto invisible, un llamado antiguo. El suelo bajo sus pies era irregular, compuesto de fragmentos de recuerdos: trozos de calles, partes de selvas, templos, campos de batalla y pasillos domésticos. Todo estaba mezclado, como si el mundo hubiese sido reconstruido por un dios distraído.
El viento traía voces. Algunas lloraban, otras rezaban.
“Devuélveme mi nombre.”
“El fuego no se apaga si el alma recuerda.”
“Él aún busca su luz.”
Lía apretó los puños.
—¿Dónde estoy? —preguntó al aire.
Y la voz de Kael respondió, nítida y cercana:
—Donde empieza lo que no debió terminar.
Giró sobre sí misma. El viento sopló con fuerza, levantando polvo y hojas secas. Y entonces, lo vio.
Kael emergió de entre las sombras, su silueta recortada contra el horizonte roto. Tenía la mirada intensa, el rostro endurecido por algo más que el tiempo. Pero en sus ojos había un brillo cálido, un reconocimiento que traspasó el miedo.
Ambos se quedaron quietos, separados por unos metros. Ninguno habló al principio. Bastó el silencio para llenar el espacio entre ellos.
El aire olía a tormenta.
Finalmente, Lía dio un paso hacia adelante.
—Te conozco —dijo con voz baja, temblorosa.
Kael asintió.
—Y yo a ti. Desde antes de esta vida.
Las palabras flotaron entre ellos, pesadas y sagradas. Cuando se acercaron, las marcas en sus cuerpos comenzaron a resplandecer al unísono. El suelo vibró. El aire se torció en espirales de luz y sombra. Por un instante, la realidad misma pareció respirar con ellos.
Pero el Umbral no perdona los reencuentros.
Desde las grietas del cielo comenzaron a caer fragmentos de oscuridad líquida, que al tocar el suelo se convertían en figuras humanas deformes. Eran los ecos: restos de almas que alguna vez cruzaron entre mundos y quedaron atrapadas en el medio. Gritaban sin voz, moviéndose como si buscaran calor.
Kael extendió una mano hacia Lía.
—No te separes de mí.
El suelo se quebró bajo ellos. Una de las sombras saltó hacia la chica, pero Kael la interceptó con un golpe que dejó una estela de fuego oscuro. La criatura se deshizo en polvo.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó Lía, retrocediendo.
—El pasado que quiere devorarnos —respondió él, sin apartar la vista del horizonte.
A su alrededor, el Umbral se agitaba. Los ecos crecían en número, alimentados por la energía del reencuentro. Cada recuerdo compartido entre ellos —una mirada, una emoción, un destello— era como un faro que los atraía.
Kael tomó la mano de Lía y corrieron.
El paisaje se transformaba con cada paso: a veces era una selva húmeda con raíces gigantes, otras, una calle moderna iluminada por faroles de gas. No había dirección, solo movimiento, como si el Umbral los obligara a revivir todos los lugares donde alguna vez se encontraron.
En medio de la huida, llegaron a un claro cubierto por una niebla azul. En el centro, había un lago inmóvil, tan perfectamente liso que reflejaba el cielo invertido.
Kael se detuvo.
—Aquí fue donde empezó todo —murmuró.
Lía lo miró, confundida.
—¿Qué quieres decir?
—Esta no es la primera vez que cruzamos el Umbral. Tú eras su guardiana, y yo... el que debía protegerte.
Ella sintió un vértigo repentino. Imágenes comenzaron a cruzar su mente: un templo en ruinas, antorchas, un juramento pronunciado bajo lluvia. La sensación de haber vivido aquello era tan intensa que el cuerpo le tembló.
—Yo… lo recuerdo. —Su voz fue apenas un suspiro—. Juré no olvidarte.
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Editado: 11.10.2025