El primer grito se escuchó antes del amanecer.
Noctyris, o lo que quedaba de ella, despertó estremecida. El aire tenía un sabor metálico, y cada superficie reflejaba un brillo anormal, como si el mundo hubiera sido cubierto por una fina capa de mercurio. Las luces de los edificios parpadeaban con un pulso irregular, idéntico al de un corazón que late fuera de compás.
Lía abrió los ojos en medio de la calle. Kael yacía a su lado, aún inconsciente. El suelo estaba frío, y el cielo —si aún podía llamarse cielo— parecía un espejo líquido que devolvía una versión invertida del mundo. Al ponerse de pie, sintió cómo la marca en su cuello palpitaba al ritmo de algo que no pertenecía a este lado de la realidad.
Caminó unos pasos tambaleante. Las calles estaban vacías, pero no en silencio. Desde los reflejos en las ventanas, surgían murmullos, respiraciones, ecos de pasos que no tenían cuerpo. Se acercó a un escaparate de una tienda y lo vio: su propio reflejo la observaba con un retardo de un segundo. Y luego… sonrió, antes de que ella lo hiciera.
Retrocedió con un sobresalto.
—No… —susurró, conteniendo un temblor.
Kael se incorporó, el cabello cubierto de polvo.
—Ya empezó —dijo con voz grave—. El Umbral se desdobló.
—¿Qué significa eso?
—Que Noctyris está partida. Hay dos ciudades coexistiendo: la nuestra, y su reflejo. Lo que ves en los cristales no son ilusiones. Son los que quedaron atrapados del otro lado.
Una ráfaga de viento helado recorrió la avenida. De un ventanal cercano, una sombra emergió parcialmente, como si intentara atravesar la superficie. La mitad de su cuerpo era humana; la otra, hecha de agua y humo. Su rostro, sin embargo, era el de una mujer anciana que lloraba.
—Ayúdame… —murmuró la sombra.
Lía dio un paso instintivo, pero Kael la detuvo.
—No escuches. No les respondas. No saben que están muertos.
El reflejo se desvaneció con un suspiro. La superficie volvió a quedar quieta.
Caminaron durante horas, o eso les pareció, porque el tiempo había perdido sentido. Las calles se repetían, los carteles cambiaban de idioma al parpadear, los relojes se derretían lentamente en los muros. Todo era familiar y extraño a la vez, como si alguien hubiera rehecho la ciudad con retazos de sueños rotos.
—Kael, ¿por qué nosotros? —preguntó Lía de pronto, deteniéndose frente a una vieja iglesia cuyos vitrales emitían luz desde adentro—. ¿Por qué seguimos aquí si todo esto… se cayó?
Kael la observó largo rato antes de responder.
—Porque fuimos los que rompieron el sello. La unión entre tú y yo abrió el Umbral. No fue un accidente. Fue un eco que se venía preparando desde hace siglos.
Ella lo miró con una mezcla de miedo y ternura.
—¿Qué somos tú y yo, Kael?
Él bajó la mirada.
—Una maldición repetida. Dos almas destinadas a encontrarse… aunque el mundo se destruya cada vez que lo hacen.
Lía sintió un nudo en la garganta. Quiso hablar, pero una vibración profunda la interrumpió. El suelo tembló bajo sus pies. Desde el interior de la iglesia, las luces se tornaron rojas. Los vitrales estallaron uno tras otro, y de entre los fragmentos de vidrio comenzaron a salir figuras: siluetas humanas que se retorcían, como hechas de humo líquido.
Kael se interpuso entre ella y las criaturas.
—Son los reflejados. Están buscando cuerpos.
Una de las sombras se abalanzó sobre ellos. Lía levantó los brazos por instinto y la marca de su cuello brilló con una fuerza descomunal. Un círculo de luz blanca se expandió desde su pecho, lanzando a las sombras contra las paredes.
Kael se giró sorprendido.
—Eso… no lo hiciste tú antes.
—No lo sé. —Ella jadeaba—. Solo… reaccioné.
Él la observó con atención.
—El Umbral te está reconociendo como parte de él. Si aprendes a controlar esa energía, podrías cerrarlo.
—¿Cerrar el Umbral? —repitió, incrédula.
Kael asintió lentamente.
—Pero te costaría algo. Siempre lo hace.
Esa noche —si se podía llamar noche a esa penumbra constante— encontraron refugio en el último piso de un edificio antiguo. Desde allí, podían ver la ciudad dividida: a un lado, la Noctyris real, con sus calles muertas; al otro, la Ciudad Espejo, suspendida sobre un mar de reflejos, donde las sombras caminaban a la inversa, rehaciendo los gestos de los vivos.
Kael encendió una vela. Su luz titilante era la única cosa que parecía obedecer las leyes de siempre.
—Antes de que el Umbral se abriera, hubo otros como nosotros —dijo en voz baja—. Amantes que rompieron los límites del tiempo. Pero ninguno sobrevivió a la convergencia.
—¿Convergencia?
—El momento en que ambas realidades se funden y todo lo que existe se repite eternamente.
Lía lo miró. En su rostro había cansancio, pero también una ternura contenida.
—¿Y si logramos detenerlo?
Kael sonrió apenas.
—Entonces esta será la última vez que nos reencontremos. Y también la última en que nos perdamos.
El silencio entre ellos fue largo, denso. Afuera, las sombras se arrastraban por las calles, susurrando nombres que no pertenecían a nadie.
Lía se acercó a la ventana. Su reflejo la miró desde el otro lado, con los ojos inundados de lágrimas. Pero lo que la estremeció no fue eso.
Detrás de su reflejo, en la Ciudad Espejo, podía verse una figura que los observaba desde la distancia: un hombre cubierto por una capa de sombras, con ojos que ardían como carbones.
—Kael… —dijo ella, retrocediendo—. Hay alguien más allá.
Kael corrió hacia la ventana. Cuando miró, la figura aún estaba allí. Y entonces lo comprendió.
—Erevas —susurró con rabia contenida—. Lo trajimos con nosotros.
La figura levantó una mano. El espejo se fracturó en mil pedazos, pero los fragmentos no cayeron: flotaron en el aire, girando lentamente hasta formar un círculo. En su centro, apareció una puerta hecha de luz negra.
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Editado: 20.10.2025