Corazones entre Sombras I

El Primer Fuego

La lluvia no caía, pero el aire olía a tormenta.
El fuego del templo se alzaba como una criatura viva, devorando la madera antigua, tiñendo el cielo de un rojo tan profundo que parecía sangrar. En medio de ese resplandor, Lía y Kael avanzaron entre sombras que gritaban nombres que no eran los suyos. Cada paso era un eco, un fragmento de un pasado que no sabían si estaban recordando o viviendo de nuevo.

Las campanas sonaban sin cesar. En la plaza frente al templo, un grupo de figuras encapuchadas se arrodillaba ante un altar de piedra negra. En su centro ardía una llama azul, distinta al fuego que consumía los muros. No quemaba, sino que danzaba como si respirara. Kael se detuvo en seco.

—La llama de Uraem —susurró—. El fuego del pacto.

Lía lo miró, desconcertada.
—¿Cómo sabes eso?
Kael cerró los ojos. Imágenes le atravesaron la mente: su propia mano sosteniendo una antorcha, una promesa pronunciada bajo ese mismo cielo.
—Porque ya estuve aquí. Con otra vida. Con otro nombre.

Una ráfaga de viento azotó la plaza. La llama azul se agitó, proyectando sombras alargadas sobre los muros. En una de ellas, Lía vio algo que la dejó sin aliento: dos figuras, idénticas a ellos, tomándose de las manos frente al altar.

—Kael… —dijo apenas—. Míralo.
Él alzó la vista y lo vio también.
Su reflejo del pasado.

Ambos vestían túnicas blancas. Sus rostros eran los mismos, pero sus ojos tenían otro brillo, una mezcla de fe y desesperación. La escena se desarrollaba como un recuerdo vivo: los dos se arrodillaban, y una voz grave —la del sacerdote de la Orden de la Llama— pronunciaba palabras antiguas.

“Que el fuego que los une no se apague ni en la muerte. Que sus almas regresen una y otra vez hasta saldar la deuda del primer pecado.”

El sacerdote alzó la antorcha. La llama azul se dividió en dos y descendió sobre ellos, grabando en su piel las marcas que ahora ambos llevaban.

El eco del juramento resonó con fuerza, tan intenso que Lía se cubrió los oídos.
—¡Detente! —gritó, pero la escena no la escuchó.
El Kael del pasado respondió con voz clara:
—Juro volver a ti, aunque el mundo se rompa.

El fuego explotó.

Cuando el resplandor se disipó, ya no estaban en la plaza.
Se hallaban dentro del templo, intacto ahora, como si el incendio nunca hubiese ocurrido. Las antorchas encendidas iluminaban los muros cubiertos de símbolos arcanos. En el centro, sobre el altar, descansaba un libro de piedra y oro.

Lía lo observó, fascinada.
—¿Qué es eso?
Kael se acercó lentamente.
—El Codex de la Llama. El primer registro del pacto.

Al posar la mano sobre la tapa, el libro se abrió solo. Las páginas comenzaron a moverse como si tuvieran vida, hasta detenerse en una inscripción tallada con fuego. Lía leyó en voz alta:
“Cuando los nacidos del fuego rompan su promesa, el cielo caerá y el reflejo los reclamará.”

Kael apartó la mano.
—Eso fue lo que pasó. Rompimos el juramento.

—¿Cómo?
—Nos amamos más allá del límite que la Orden permitía. El fuego era un don para proteger el equilibrio entre los mundos, pero lo usamos para nosotros. La primera Noctyris se partió aquella noche.

Lía lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Entonces… ¿todo esto, el Umbral, las sombras, Erevas… existen por nuestra culpa?

Kael asintió, con una tristeza que parecía pesarle siglos.
—Erevas era uno de los guardianes del fuego. Fue él quien nos condenó. Juró que cada vez que nuestras almas se encontraran, el reflejo se abriría y el mundo sufriría.

El silencio fue largo, roto solo por el crepitar de las antorchas.
Lía se acercó al altar.
—Entonces, si esto empezó aquí, también puede terminar aquí.
—¿Qué piensas hacer?
—Reescribir el pacto.

Kael la miró como si la idea lo aterrara.
—Eso no se puede. El fuego solo obedece a quienes lo crearon.
—Tal vez —dijo ella con voz firme—. Pero el fuego nos pertenece. Nació con nosotros.

El templo comenzó a temblar. Las paredes vibraron, el aire se llenó de polvo luminoso. Desde las sombras del techo, una figura descendió lentamente: Erevas.
Su forma era más definida ahora, casi humana. Su rostro tenía facciones marcadas, bellas y crueles al mismo tiempo.

—Otra vez —dijo con voz grave—. Siempre la misma historia. Dos corazones que creen poder desafiar la llama.

Lía lo enfrentó.
—No somos tus prisioneros.
—No —respondió Erevas—. Son mis creadores. Y por eso, mis condenados.

Extendió una mano y el fuego azul se elevó en espirales que envolvieron el altar. Las antorchas se apagaron al instante. Solo la luz de la llama principal permaneció, reflejada en los ojos de los tres.

Kael se interpuso frente a Lía.
—Déjala fuera de esto.
Erevas sonrió.
—Ya está dentro. Lo ha estado desde el principio.

El suelo se resquebrajó. De las grietas brotaron figuras hechas de fuego oscuro: los ecos originales, los primeros caídos del Umbral. Avanzaban lentamente, con rostros deformes, buscando el calor de los vivos.

Lía cerró los ojos. Su marca ardía.
—Kael… confía en mí.

Se acercó al altar, ignorando el rugido de Erevas. Puso ambas manos sobre la llama azul. El dolor fue insoportable, pero no apartó las manos.
El fuego se extendió por sus brazos, subió por su cuello, hasta cubrir todo su cuerpo con un resplandor blanco.

Kael corrió hacia ella.
—¡Lía, no!
Ella lo miró por última vez.
—El fuego empezó con nosotros. Que también termine aquí.

Una onda expansiva estalló desde el altar. Las llamas se convirtieron en pétalos de luz. Erevas gritó, pero su voz se desvaneció con el viento. Las sombras se disolvieron una a una, y el templo se llenó de un silencio tan puro que dolía.

Kael abrió los ojos entre la niebla. El templo ya no existía.
Estaba en un campo abierto, bajo un amanecer verdadero. El sol asomaba por el horizonte, cálido, dorado. Por primera vez en siglos, la luz no tenía sombras.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.