Corazones entre Sombras I

Cuando la Luz Tiembla

El aire se volvió espeso aquella noche, como si la ciudad entera respirara al mismo ritmo que los dos corazones que aún no se encontraban. Sobre los tejados, las nubes danzaban en espirales lentas, cargadas de una energía que olía a ozono y misterio. En el centro de esa marea invisible, Lía despertó sobresaltada. Su cuerpo temblaba, no de frío, sino de una vibración profunda que provenía de algo que no comprendía.

Llevaba días soñando con ojos que no eran los suyos, con un paisaje que parecía latir bajo un sol sin nombre. En esos sueños escuchaba un susurro que la llamaba por su nombre verdadero —uno que nunca había pronunciado en voz alta, uno que no recordaba haber aprendido. “Elhira”. Así la nombraban las voces del umbral.

Se sentó al borde de la cama. La lámpara parpadeó tres veces, como si respondiera a su respiración. Desde el pasillo, su madre preguntó si todo estaba bien, pero Lía no respondió. Había aprendido a callar esas visiones desde niña. Esta vez, sin embargo, la sensación era diferente: no era solo una visión, era una presencia.

Cruzó hasta la ventana. La ciudad dormía bajo una llovizna fina, y entre las luces anaranjadas del alumbrado público, creyó ver algo moverse entre los árboles del parque: una silueta quieta, de pie, mirando hacia su edificio. El pulso se le aceleró. Por un instante, la silueta pareció levantar la mano, y una ráfaga de viento golpeó los cristales. Cerró los ojos, pero la sensación persistió: una presión en el pecho, como si su corazón hubiera respondido a una llamada lejana.

Mientras tanto, en el otro extremo del país —o quizá en otra realidad superpuesta—, Kael caminaba bajo una lluvia densa que no mojaba. La ciudad que lo rodeaba parecía vacía, detenida en una hora sin nombre. Desde que había despertado en el templo derruido de las montañas, su mente se debatía entre recuerdos fragmentados: fuego, juramentos, una promesa hecha en un idioma olvidado. Y los ojos de una mujer que lo habían sostenido al borde de la muerte.

Los monjes del santuario lo habían llamado “el renacido”, temerosos de la marca que brillaba en su brazo izquierdo, una filigrana oscura que ardía como carbón cuando cerraba los ojos. Sabía que esa marca no era una maldición, sino un lazo. Un vínculo. Cada vez que se dormía, sentía que su sangre respondía a otra pulsación, más cálida y humana, que no era la suya.

Esa noche, incapaz de soportar el silencio, salió al exterior. Los árboles temblaban aunque no soplara viento. El cielo, cubierto de nubes, reflejaba un resplandor tenue: la frontera entre los dos mundos empezaba a quebrarse. Caminó hacia el lago del monasterio. El agua estaba quieta, como un espejo oscuro. Cuando se inclinó, vio su reflejo desdoblarse y, por un instante, una imagen fugaz apareció tras él: una joven de cabello negro, con los ojos encendidos por una emoción que no era miedo.

—Elhira… —murmuró sin saber por qué.
El agua respondió con un estremecimiento.

Al mismo tiempo, Lía, en su habitación, sintió el eco de esa palabra atravesarle el alma. Dejó caer la taza que tenía entre las manos. El sonido del cristal rompiéndose coincidió con un trueno lejano. La lámpara estalló en una chispa azul. Todo se apagó.

En la oscuridad, su reflejo en la ventana seguía brillando, pero no se movía al mismo ritmo que ella. La figura en el vidrio giró la cabeza antes que ella lo hiciera. Fue ahí cuando comprendió que lo que la observaba no era su sombra.

A kilómetros de distancia, Kael cayó de rodillas. La marca en su brazo ardía con intensidad. En el cielo, un resplandor cortó las nubes: un haz de luz descendente que unía el horizonte con algún punto que no podía ver. Sintió que debía seguirlo. Sabía que ese camino lo llevaría hacia la fuente de todo, hacia ella.

Lía, paralizada, escuchó pasos acercándose a su habitación. Pero no eran los de su madre. La sombra detrás del cristal se disolvió, y un murmullo resonó en su mente, en una voz que no era humana ni ajena:
—Han abierto el sello. La luz teme lo que no puede dominar.

El aire se llenó de mariposas negras, emergiendo de los rincones, girando en espiral alrededor de su cama. Cada una brillaba por dentro, como si tuviera una chispa en su interior. Lía alzó una mano y una de ellas se posó sobre su dedo. No sintió peso, solo calor. En su palma quedó una marca: el mismo símbolo que ardía en la piel de Kael.

El vínculo estaba completo.

Kael, en el monasterio, se incorporó con esfuerzo. La marca en su brazo había dejado de arder, pero ahora sentía el pulso de otro corazón dentro del suyo. Miró al cielo. La lluvia cesaba. Sobre las nubes, un resplandor rojo dibujaba la silueta de un eclipse anticipado.

—Ya no estás sola —dijo en voz baja.

Lía respiró con dificultad. Sabía que algo había cambiado para siempre. En el espejo, la sombra volvió a mirarla, pero esta vez sonrió. No con malicia, sino con una tristeza que reconoció como suya. Y detrás de esa tristeza, algo despertaba.

La ciudad, silenciosa, pareció contener la respiración.
Las luces parpadearon.
El tiempo se dobló sobre sí mismo.

Y así, sin haberse visto todavía, Lía y Kael dieron el primer paso hacia un destino que había esperado siglos para repetirse.

En algún lugar entre los mundos, una voz antigua murmuró entre el trueno:

“Cuando la luz tiembla, los corazones recuerdan su sombra.”




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