La noche siguiente nació sin estrellas. Era como si el cielo, exhausto por lo ocurrido, hubiera decidido apagar su mirada por un tiempo. En su lugar, dos lunas gemelas —una plateada y otra rojiza— flotaban en la bóveda oscura, derramando sobre la ciudad una luz incierta, casi líquida. Los animales permanecían en silencio. Los perros no ladraban. Los relojes, incluso, parecían retrasar el pulso.
Lía despertó con la sensación de haber dormido siglos. El aire de su habitación tenía el olor del mar, aunque vivía a cientos de kilómetros de la costa. En su pecho, la marca recién nacida latía como una brasa viva, dibujando filigranas que iban cambiando de forma cada vez que respiraba. Intentó cubrirla con la sábana, pero comprendió que no servía de nada: el resplandor no provenía de fuera, sino de dentro.
Se levantó despacio, aún descalza, y notó que el suelo temblaba levemente. Afuera, la calle estaba cubierta por una neblina espesa que olía a tierra mojada. Una voz dentro de su mente —esa que había estado dormida tantos años— susurró:
“Él también ha despertado.”
Sintió un escalofrío recorrerle la columna. Recordó el rostro que había visto en sus sueños: un hombre de ojos grises, con una herida que cruzaba su alma como un río oscuro. No sabía su nombre, pero algo en ella lo conocía desde siempre.
Mientras tanto, muy lejos, Kael avanzaba entre los restos de lo que alguna vez fue un camino sagrado. Las piedras del sendero brillaban con un resplandor tenue, activándose a su paso. Cada una susurraba algo distinto: juramentos, plegarias, advertencias. La marca en su brazo se movía como un organismo vivo, girando lentamente hasta apuntar hacia el sur.
El maestro del monasterio, un anciano de piel cobriza y ojos de obsidiana, lo había observado partir sin detenerlo.
—El ciclo se repite —murmuró el viejo—. La sangre llama a la sangre, y la sombra vuelve a buscar su reflejo.
Kael no respondió. Solo siguió caminando bajo las dos lunas, sintiendo que el aire se volvía más denso con cada paso.
En la ciudad, Lía bajó las escaleras en silencio. Las luces del edificio titilaban. Su madre dormía en el sofá, con la televisión encendida en un canal sin señal. Todo parecía cubierto por una capa invisible de sueño. Cruzó la puerta principal sin pensarlo y caminó hacia el parque. El mismo parque donde, días atrás, había visto la silueta entre los árboles.
La neblina se abría ante ella como si respirara. Los postes de luz proyectaban sombras que se movían a destiempo. Y allí, justo en el centro del parque, el lago artificial reflejaba las dos lunas como si fueran dos ojos vigilantes.
El viento cambió. Una voz antigua, profunda, resonó en su mente:
—Tu mundo ya no es solo tuyo. La línea entre la vigilia y el eco se ha quebrado.
Lía se arrodilló junto al agua. Su reflejo estaba duplicado. Uno de ellos la miraba con calma; el otro, con miedo. Se llevó la mano al pecho, donde la marca ardía. Entonces lo sintió: un segundo pulso dentro del suyo. No era suyo, no podía serlo. Era el mismo latido que había sentido en sueños.
—¿Quién eres? —susurró.
Kael, en el otro extremo del mundo, levantó la vista. En medio del bosque, el lago ante él también reflejaba las dos lunas. Se arrodilló sin saber por qué.
—¿Dónde estás? —dijo, apenas en un murmullo.
Las aguas de ambos lagos se agitaron al mismo tiempo. Dos reflejos se fundieron, y por una fracción de segundo los dos pudieron verse: los ojos de ella dentro de los de él. Fue solo un parpadeo, pero suficiente para quebrar algo en la estructura del tiempo.
Un rugido sordo recorrió el cielo. Las aves nocturnas cayeron muertas. Los relojes se detuvieron. Las sombras de los edificios comenzaron a levantarse, separándose de sus dueños como humo sólido. Las dos lunas temblaron.
Lía cayó hacia atrás, gritando, mientras una figura emergía del agua con el rostro cubierto por una máscara de hueso. No era Kael. Era algo más antiguo. Una criatura nacida del límite entre ambos mundos. Tenía la forma de un hombre, pero su voz era una amalgama de muchas voces.
—El vínculo se ha sellado, pero el equilibrio se ha roto —dijo la figura—. Dos lunas, dos corazones, un solo destino. Si se tocan antes del eclipse, todo lo que respira caerá en sueño eterno.
Lía retrocedió, temblando.
—¿Qué… quién eres?
—Soy el guardián del umbral. El que custodia la grieta que su amor abrió una vez.
Antes de que pudiera responder, la figura se disolvió en un torbellino de ceniza.
Kael sintió el mismo temblor en el bosque. El lago frente a él hirvió, y del agua emergió el mismo rostro enmascarado.
—Si cruzas el umbral antes del eclipse, morirán ambos —le advirtió el guardián—. El amor que los une es el eco del que destruyó el mundo anterior.
El guerrero se incorporó, con los puños cerrados.
—Entonces aprenderé a torcer el destino.
El guardián sonrió, o al menos eso pareció detrás de su máscara.
—Eso mismo dijo él antes de perderla.
El viento se llevó las palabras, y el bosque volvió a quedar en silencio. Pero el cielo ya no era el mismo: las dos lunas se habían acercado tanto que parecían rozarse, y de su contacto surgía una línea de fuego que se extendía hasta el horizonte.
Lía, aún temblando, miró hacia arriba. La marca en su pecho ardía con el mismo brillo que la línea de fuego. Sabía que esa luz la estaba llamando, y también sabía quién la esperaba al otro extremo.
No entendía cómo lo sabía, pero una certeza antigua la empujaba a seguir.
No era amor todavía. Era algo más primitivo, algo que llevaba siglos esperando volver a empezar.
A lo lejos, Kael comenzó a caminar hacia el resplandor, sintiendo que cada paso acortaba la distancia entre ambos mundos.
Las dos lunas siguieron su danza imposible, como dos corazones destinados a colisionar.
Y en algún lugar entre los ecos del universo, una voz volvió a murmurar:
#1238 en Fantasía
#4853 en Novela romántica
romance mistico, magia brujas hechiceros aventura romance, magia amor fantacias
Editado: 20.10.2025