El amanecer no llegó ese día. El cielo amaneció encendido.
Una línea de fuego cruzaba el horizonte, dividiendo la tierra en dos. Las montañas reflejaban el resplandor como si ardieran por dentro, y el aire, denso, vibraba con un zumbido que hacía temblar los vidrios de las casas y el corazón de quienes aún dormían. Pero Lía no dormía.
Llevaba horas observando esa grieta de luz desde el techo del edificio. El viento le revolvía el cabello, trayendo consigo cenizas que no provenían de ningún incendio visible. En su pecho, la marca seguía ardiendo, pero no como dolor, sino como una brújula viva. Cada latido la empujaba hacia el sur.
Sabía que, en algún lugar más allá del límite de las montañas, él también miraba el mismo horizonte.
Las calles estaban vacías. Los autos detenidos, los relojes congelados. Los pájaros, alineados sobre los cables, parecían estatuas de obsidiana. Todo el mundo había quedado suspendido en un segundo interminable, y solo ella parecía moverse dentro de él.
Mientras tanto, en la otra orilla del fenómeno, Kael descendía por un sendero envuelto en humo. A su paso, los árboles se curvaban hacia atrás, como si lo reconocieran. El cielo se reflejaba en sus ojos con la misma intensidad del fuego que se extendía hacia el horizonte.
Su respiración se mezclaba con la del mundo, y cada paso era un juramento.
Sabía que si seguía ese resplandor, llegaría a ella, aunque el guardián había advertido el precio.
Atrás había quedado el monasterio, consumido por un silencio antiguo. El maestro lo observó irse, sabiendo que no volvería igual, si es que regresaba. En los libros viejos, había leído sobre ese resplandor: lo llamaban la Línea del Alba, un puente entre dos realidades nacido del corazón de los amantes que desafiaron la muerte.
Kael no comprendía del todo la magnitud de su destino, pero algo en su interior sí. La marca en su brazo se había expandido, subiendo hasta el cuello. Cada vez que parpadeaba, podía ver fragmentos de otro mundo entre las sombras del suyo: una ciudad que respiraba neblina, una muchacha con una cicatriz en forma de luna sobre el pecho.
El calor se intensificaba. El aire olía a hierro y sal. La línea de fuego crepitaba, extendiéndose como un río ardiente entre los mundos. En el punto medio, las realidades comenzaban a solaparse: los edificios de la ciudad se mezclaban con los templos del bosque, las raíces de los árboles salían del asfalto, las sombras de los hombres caminaban solas.
Lía bajó del edificio y comenzó a caminar sin saber a dónde, solo guiada por el pulso de su pecho. Las calles eran un espejo roto. A cada paso, veía destellos de otro lugar —un bosque, un lago, una figura que avanzaba hacia ella—.
No era un sueño. El aire tenía peso. La realidad se desmoronaba como una pintura que se derrite.
A medida que avanzaba, las mariposas negras reaparecieron, girando a su alrededor como un enjambre protector.
—El umbral se abre —susurró una voz en su mente.
—¿Qué ocurre conmigo? —preguntó en voz alta, temblando.
—Estás recordando —respondió la voz—. Tu alma despierta más rápido que tu cuerpo.
Se detuvo al llegar a la entrada del parque. El lago estaba seco. En su lugar, una grieta ardiente se extendía como una herida abierta. De su interior emergía un viento que olía a tormenta y a tiempo antiguo. En el centro de la grieta, dos lunas se reflejaban una sobre otra, girando lentamente como si danzaran en un espejo líquido.
Del otro lado, Kael se acercaba también al borde del mismo abismo.
El fuego se elevó en columnas, formando figuras que parecían humanas: sombras hechas de luz, guardianes del límite.
—No puedes cruzar —le dijo una de ellas—. Si lo haces, tu corazón se fundirá con el de ella, y el mundo no resistirá la unión.
Kael apretó los puños.
—Entonces que el mundo arda.
La sombra se disolvió ante su determinación. El fuego se apartó solo un instante, dejando entrever un puente efímero hecho de luz roja.
Lía lo vio también desde su lado. No sabía su nombre, pero lo reconoció. Cada fibra de su cuerpo lo recordó. Las mariposas negras formaron un círculo a su alrededor, como si marcaran un límite.
—No cruces —susurraron al unísono.
—Tengo que hacerlo —respondió ella—. Lo he estado esperando toda mi vida.
Dio un paso, y el suelo tembló. La línea de fuego se expandió, conectando ambos mundos en un solo destello. El aire se volvió líquido, el tiempo se contrajo.
Kael y Lía dieron el mismo paso al mismo tiempo, desde lados opuestos del resplandor.
Durante un instante, el universo contuvo la respiración.
Las llamas se elevaron formando un arco sobre ellos, y en el centro, sus sombras se tocaron antes que sus cuerpos. El impacto fue silencioso, pero devastador. Una ola de energía barrió el paisaje: los árboles se inclinaron, las aguas de los lagos se elevaron, las piedras flotaron en el aire.
Lía cayó de rodillas, con la piel ardiendo, pero sin dolor. Su cuerpo brillaba como si contuviera una estrella. Kael, del otro lado, sintió que su alma se estiraba hacia ella.
El vínculo estaba completo, pero el guardián tenía razón: el equilibrio se rompió.
El cielo se partió en dos. Las lunas comenzaron a girar una alrededor de la otra, fusionándose hasta formar un solo orbe oscuro. La noche se volvió roja.
Lía levantó la vista, y a través del fuego vio su rostro, por primera vez, más allá del velo. Sus ojos se encontraron, y el mundo dejó de existir.
No hubo palabras. No las necesitaban.
Solo un silencio infinito, lleno de significado.
Entonces, la voz del guardián resonó en ambos mundos al mismo tiempo:
“Cuando el amor atraviesa el umbral, la luz se disuelve en su propio reflejo. Y el fuego reclama lo que la sombra no puede contener.”
El puente de fuego se derrumbó. Ambos fueron arrastrados hacia el resplandor, absorbidos por la grieta que habían creado.
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Editado: 27.10.2025