Al principio no hubo dolor.
Solo un silencio tan vasto que parecía respirar por sí mismo.
Lía despertó flotando, suspendida entre dos luces que no se tocaban. El cielo —si aquello podía llamarse cielo— era una extensión líquida donde las estrellas no brillaban, sino que latían, como corazones inmensos atrapados en una corriente invisible. Bajo ella no había suelo, sino reflejos: cada movimiento suyo generaba ondas que mostraban escenas fugaces de otros tiempos, otros lugares, otras vidas.
Intentó hablar, pero su voz se disolvió en el aire.
Solo escuchó un eco.
El eco de su propio nombre pronunciado con otra voz.
—…Lía.
El sonido la atravesó como un rayo suave, una vibración que la hizo recordar el fuego, el cruce, el rostro que había visto al otro lado del resplandor. Buscó con la mirada, pero el espacio era infinito, curvado, incierto. A lo lejos, flotaban fragmentos de lo que parecían edificios, trozos de montañas, ruinas suspendidas en la nada. Todo estaba reflejado una y mil veces, como si el mundo se hubiera quebrado en espejos.
La marca en su pecho brillaba débilmente. Era la única luz cálida en ese lugar. Cuando la tocó, una ráfaga de recuerdos la golpeó: su infancia, la tormenta, las voces, el instante en que las lunas se tocaron. Pero los recuerdos no terminaban ahí. Había otros, más antiguos, que no eran suyos: una guerra sin nombre, una promesa bajo un eclipse, un beso que detuvo la lluvia por siete días.
Cerró los ojos, y entonces lo sintió.
El pulso.
Él.
Kael despertó en un terreno distinto, una llanura de cristal que se extendía hasta el horizonte. Cada paso que daba resonaba con un eco que se multiplicaba en todas direcciones, y en cada eco veía una versión distinta de sí mismo: uno con armadura, otro con túnica, otro hecho de sombra pura. Ninguno era él del todo, pero todos lo miraban con la misma expresión: melancolía.
—Este es el Reino del Eco —dijo una voz.
Giró. Frente a él estaba el guardián, sin la máscara esta vez. Su rostro era imposible de definir: parecía un anciano y un niño al mismo tiempo, un fuego contenido en forma humana.
—¿Dónde está ella? —preguntó Kael.
—En el reflejo opuesto del mismo lugar. Aquí nada está junto. Todo existe duplicado. Este es el precio de cruzar sin permiso.
Kael avanzó un paso. El cristal bajo sus pies respondió con una ola de luz.
—Entonces dime cómo llegar.
El guardián sonrió.
—Para encontrarla, tendrás que recordar.
El paisaje tembló, y a su alrededor comenzaron a aparecer escenas del pasado: él mismo, en otro tiempo, sosteniendo la mano de una mujer bajo una lluvia roja; él, frente a un templo ardiendo; él, muriendo por proteger a esa misma mujer de un ejército sin rostro.
—Cada vez que la hallas, el mundo se quiebra —dijo el guardián—. Cada vez que la pierdes, el mundo intenta repararse.
Kael cerró los puños.
—Entonces seguiré rompiéndolo hasta que el eco se convierta en vida.
El guardián inclinó la cabeza, y el suelo se abrió bajo los pies del guerrero.
El cuerpo de Kael cayó hacia abajo, pero en el Reino del Eco no existía el abajo: solo el reflejo. Cayó hacia su propio recuerdo.
Lía, al mismo tiempo, sintió que el aire vibraba. Frente a ella, el espejo del suelo se curvó, mostrando una figura que descendía desde el cielo, envuelta en resplandor.
—Kael… —susurró.
Él la escuchó, pero no con los oídos. La escuchó dentro del alma.
Siguió la voz, guiado por la marca en su brazo, que ardía de nuevo.
El espacio comenzó a plegarse sobre sí mismo, las ruinas girando en espiral hasta formar un corredor de reflejos infinitos. Lía avanzó, descalza, siguiendo el eco de su nombre. En cada muro veía destellos de su pasado: la niña que jugaba entre sombras, la adolescente que soñaba con un mar imposible, la mujer que se atrevió a cruzar el fuego.
Cada versión de sí misma le tendía la mano, y al tocarlas, se disolvían en polvo de luz.
El corredor se estrechó hasta un punto donde el aire temblaba. Del otro lado, lo vio: Kael, avanzando desde la luz.
Estaban a unos metros, separados por una superficie transparente como el agua. Cuando alzaron las manos, la superficie vibró, como un corazón compartido.
—No lo toques —susurró la voz del guardián, en ninguna parte y en todas—. Si se tocan, este lugar dejará de existir.
Lía sonrió, con lágrimas suspendidas en el aire.
—Entonces que deje de existir.
Kael apoyó la mano contra la barrera. Lía hizo lo mismo. El contacto fue inmediato y absoluto.
Un estallido de luz llenó el Reino del Eco. Las ruinas se desintegraron, las sombras gritaron, los reflejos se fundieron en uno solo. Por primera vez en siglos, la línea entre los mundos se disolvió.
Cuando la luz cedió, el cielo había cambiado. Ya no había dos lunas, sino una sola, enorme, partida por una cicatriz de fuego. El suelo volvió a ser tierra. El aire volvió a tener olor.
Kael y Lía yacían sobre una llanura cubierta de flores negras que se abrían solo bajo la luz lunar. No sabían si estaban vivos o si el Reino del Eco los había reinventado. Solo sabían que estaban juntos.
Él la miró, con los ojos llenos de algo más que asombro.
—Te encontré.
—Siempre lo haces —respondió ella—. Y siempre te pierdo después.
El viento sopló, trayendo consigo un murmullo lejano, como el de un océano que no estaba allí.
En lo alto, la luna tembló. De su grieta brotó un hilo de sombra que descendió lentamente, serpenteando en dirección a ellos.
La paz del instante se quebró.
Kael se incorporó, instintivamente.
—No hemos terminado.
Lía lo miró, con el brillo de la determinación en la mirada.
—Entonces sigamos destruyendo el destino.
Las flores se inclinaron. El cielo rugió.
Y la noche volvió a abrirse sobre ellos.
“Cuando los ecos se funden, nace un mundo que no recuerda su origen.”
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Editado: 27.10.2025