El amanecer llegó sin color.
El cielo no se tiñó de azul ni de oro, sino de un gris perlado que parecía respirar. La flor blanca seguía en el centro del claro, vibrando con un pulso que no era de este mundo. De su tallo emanaba una luz suave, casi humana, y cada vez que el viento soplaba, se oía una nota, un sonido tan sutil que podía confundirse con el murmullo de un corazón.
Lía y Kael la observaban en silencio. Habían pasado horas sin hablar.
El suelo aún estaba marcado con los símbolos que Lía había trazado; la energía del ritual se sentía en el aire, como si el bosque entero recordara la tempestad.
—No parece peligrosa —dijo ella finalmente.
—Nada que nace del eco lo es… al principio —respondió Kael, sin apartar la mirada.
Se acercó un paso. La flor se inclinó apenas, como si lo reconociera.
Entonces, algo cambió: en el centro del pétalo mayor, una gota de luz comenzó a condensarse hasta formar un rostro translúcido. Era el de una mujer, con facciones dulces, ojos cerrados y labios que parecían a punto de pronunciar un nombre.
—Kael… —susurró Lía, conteniendo el aliento—. Está viva.
Él se arrodilló, extendiendo una mano.
—No la toques —advirtió la voz del guardián, que surgió de entre los árboles, debilitada.
Kael se volvió con furia.
—Aún sigues aquí.
—Siempre estaré donde haya un sello roto. Esa flor no es un regalo. Es la memoria del eco en forma física. Si floreció, es porque la línea entre los mundos se adelgazó demasiado.
—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó Lía.
—Nada —dijo el guardián, sombrío—. Dejen que cumpla su destino. Y recen para no ser parte de él.
El guardián desapareció sin más.
Lía lo miró marcharse, luego volvió su vista hacia la flor.
—Él teme a lo que no entiende —dijo.
Kael asintió, aunque su expresión era incierta.
—Y nosotros nos estamos convirtiendo en eso mismo.
Durante días permanecieron allí, construyendo un refugio de ramas junto al claro. Cada noche, la flor brillaba más, proyectando sobre el cielo un círculo de luz blanca. Y cada amanecer, nuevas figuras parecían formarse en su centro, como si alguien del otro lado intentara hablar.
Fue entonces cuando apareció Ella.
La noche estaba cargada de una calma antinatural. El bosque había dejado de cantar. De pronto, el aire se rasgó como un velo, y del interior emergió una figura envuelta en fuego oscuro: una mujer de piel ceniza, cabellos como cuervos mojados y ojos que recordaban los eclipses.
Su belleza era inquietante, casi dolorosa. Y cuando habló, su voz sonó como el rumor de un río que corre bajo la tierra.
—Así que ustedes son los culpables.
Kael se interpuso de inmediato entre ella y Lía.
—¿Quién eres?
La mujer sonrió.
—Algunos me llamaron demonio, otros diosa. Pero hace siglos que perdí mi nombre. Ahora solo me dicen Navaira.
Lía sintió que el aire se volvía más pesado.
—¿Qué quieres?
—Nada que no haya perdido —respondió Navaira, acercándose lentamente—. Esa flor… la reconozco. Es la semilla de lo que una vez fui.
Kael frunció el ceño.
—¿Estás diciendo que eso es parte de ti?
—Más que parte —susurró ella, tocándose el pecho—. Es mi alma. O lo que quedó de ella después de que el cielo me desterrara.
La flor tembló, como si confirmara sus palabras.
Lía dio un paso adelante.
—Entonces podríamos ayudarte a recuperarla.
—¿Ayudarme? —repitió Navaira, con una risa amarga—. Nadie ayuda a un demonio. Y tú, niña de luz, deberías saberlo.
—No soy solo luz —respondió Lía, firme—. Y tú no eres solo oscuridad.
La demoníaca la observó en silencio unos segundos, desconcertada.
Luego, su mirada se suavizó.
—Tienes la voz de alguien que conocí una vez… hace milenios.
Kael se mantuvo alerta.
—No confíes en ella, Lía.
—Tú tampoco deberías desconfiar tanto, fuego errante —replicó Navaira, con una sonrisa enigmática—. Porque fue uno de los tuyos quien me enseñó a sentir.
El viento se detuvo.
De entre la oscuridad del bosque surgió una silueta encapuchada: un hombre delgado, con el rostro sereno y una túnica gris. Sus pasos no hacían ruido. Cuando se acercó, Kael lo reconoció: era uno de los monjes del monasterio donde había despertado.
—Padre Sael… —murmuró.
El monje lo miró con ternura.
—Kael. No imaginé encontrarte aquí.
—Ni yo. ¿Qué haces tan lejos del santuario?
Sael sonrió, y su mirada se desvió hacia Navaira.
—La sigo a ella.
Kael frunció el ceño.
—¿Qué?
El monje bajó la cabeza, avergonzado.
—Ella apareció una noche en el templo. Herida, deshecha. Juré destruirla. Pero cuando vi su llanto… no pude. He rezado toda mi vida para oír la voz de la divinidad, y fue la suya la que respondió.
Navaira lo observó en silencio, con un brillo casi humano en los ojos.
—Él me curó con plegarias, sin saber que su fe era la misma llama que podía matarme.
Lía los miraba con asombro.
—¿Estás enamorada de él?
—No lo sé —respondió Navaira, bajando la mirada—. Si lo estoy, entonces el infierno es más dulce de lo que imaginaba.
Kael apretó el puño.
—Esto es peligroso. Las uniones entre mundos siempre terminan con sangre.
—¿Y la tuya con Lía no lo será? —replicó Navaira, con una sonrisa triste—. No finjas pureza cuando tu alma también arde.
El silencio cayó como una campana. Lía lo sintió: la flor blanca vibraba más fuerte, como si respondiera al conflicto.
Entonces, sin aviso, los pétalos se abrieron del todo, y de su centro brotó una esfera de luz. Dentro de ella, una voz habló:
“La unión de lo prohibido es el nuevo amanecer.”
La tierra tembló. Navaira cayó de rodillas, gritando. Sael corrió hacia ella, tomándola entre sus brazos.
—¡Resiste!
—No puedo… ¡me llama! —gritó ella, con los ojos encendidos—. ¡Mi alma me reclama!
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Editado: 27.10.2025