El amanecer no llegó aquel día.
El cielo permaneció inmóvil, cubierto por un velo de ceniza que ocultaba las montañas. La flor blanca del claro había dejado de brillar; su luz dormía, como si aguardara algo. En su tallo, la humedad del bosque se condensaba en gotas que parecían lágrimas.
Lía se despertó sobresaltada. Había soñado con un río subterráneo, un agua negra que fluía hacia el corazón del mundo. En el sueño, una voz —la de una mujer— le pedía ayuda, pero no para sí misma, sino para alguien que descendía a buscarla.
Al abrir los ojos, encontró a Kael de pie, observando el horizonte. Su semblante era serio, casi sombrío.
—El monje se fue —dijo él.
—¿Sael? —preguntó ella, incorporándose—. ¿Cuándo?
—Anoche. Tomó la pluma de Navaira y partió hacia el sur. No dejó rastro, salvo un rastro de plegarias en el aire.
Lía apretó el pecho, sintiendo un vacío extraño.
—Lo soñé. Está descendiendo…
Kael la miró con gravedad.
—Al abismo.
Silencio. Solo el canto distante de los insectos.
El camino hacia el sur era de piedra negra y niebla. Sael avanzaba sin descanso, guiado por la luz tenue que emanaba de la pluma demoníaca. Cada paso lo alejaba del mundo de los vivos. No había sol ni luna, solo ecos.
Su corazón latía despacio, con la cadencia de un rezo antiguo.
—Navaira… —murmuró—. Si caigo, que sea en tus sombras.
Las montañas cedieron lugar a una llanura desierta, cubierta de estatuas rotas y ruinas que parecían llorar bajo la lluvia. En el centro, un arco tallado con símbolos olvidados lo esperaba.
En el dintel, una frase escrita en un idioma que solo el alma entendía:
“Aquí donde la fe se apaga, la memoria comienza.”
Sael cruzó sin dudar.
Y el mundo se partió en dos.
La caída fue silenciosa.
No hubo gritos, solo una sensación de vacío absoluto. Su cuerpo se desintegró en haces de luz y sombra, y al recomponerse, ya no respiraba aire, sino humo.
El abismo no era fuego ni oscuridad. Era recuerdo.
Millones de voces susurraban en las paredes de un espacio infinito. Rostros se formaban en las sombras, mirándolo pasar con tristeza.
—Has cruzado la frontera sin permiso —dijo una de las voces, ronca como piedra.
—Busco a una mujer —respondió Sael, sin detenerse.
—Aquí solo quedan fragmentos —contestó la voz—. ¿Qué te hace pensar que ella no es ya uno?
Sael alzó la pluma.
—Porque su fuego aún arde. Y mi fe, aunque rota, todavía la llama.
Entonces el abismo se iluminó.
Del suelo brotó un río de magma líquido, pero su calor no quemaba: purificaba. En su reflejo, Sael vio a Navaira caminando desnuda entre sombras, su cabello arrastrando constelaciones.
—Navaira…
Ella lo miró con una mezcla de amor y espanto.
—¿Por qué viniste, Sael? —susurró.
—Porque prometí seguirte.
—Este no es tu lugar. Aquí los vivos se deshacen.
—Entonces que me deshaga contigo.
Navaira extendió una mano, pero el fuego del río se alzó entre ambos, separándolos.
—¡No! —gritó ella—. Si me tocas, te consumirás.
Sael sonrió.
—No hay llama que pueda apagar lo que ya arde por dentro.
Dio un paso al frente. El fuego lo envolvió. Su túnica se deshizo, su carne se volvió ceniza… pero su alma siguió avanzando, hecha de pura luz.
Y en ese instante, el río se aquietó.
Navaira cayó de rodillas, temblando.
—¿Por qué… por qué haces esto?
—Porque los dioses no entienden el amor —dijo él, con voz tranquila—. Solo lo juzgan. Y yo ya he tenido suficiente de ellos.
Ella lo abrazó, y por primera vez, el abismo tuvo un latido.
Mientras tanto, en el mundo de arriba, Lía sintió que algo se agitaba bajo sus pies.
La flor blanca volvió a brillar, esta vez con una luz dorada que ascendía hacia las nubes.
Kael retrocedió, alarmado.
—¿Qué pasa?
—No lo sé… —respondió Lía—. Pero puedo oírlo. Están… juntos.
El resplandor se extendió por el bosque. Los árboles comenzaron a florecer de golpe, con pétalos negros y dorados.
Kael se acercó a ella, protegiéndola con su brazo.
—¿Eso es bueno o malo?
Lía lo miró, con lágrimas contenidas.
—Depende de qué lado del amor quieras mirar.
El aire se rasgó otra vez. En el cielo se dibujó una espiral, y del centro descendió una lluvia de plumas oscuras.
Una de ellas cayó sobre la mano de Lía. Cuando la tocó, escuchó la voz de Navaira, suave, serena:
“El amor no nos salva… nos transforma.”
La pluma se deshizo en polvo luminoso.
Kael cerró los ojos.
—El monje lo logró.
—Sí —dijo Lía—. Pero no volverá igual.
El guardián apareció una vez más, envuelto en penumbra.
—Han alterado el ciclo —les advirtió—. Un alma humana ha cruzado el abismo y ha vuelto amando a un demonio.
Kael lo miró con frialdad.
—¿Y tú nunca amaste nada, guardián?
El ser vaciló.
—Yo fui amor antes de ser deber. Y por eso me condenaron a cuidar lo que no podía sentir.
Lía lo miró con compasión.
—Entonces ya sabes lo que somos nosotros.
El guardián bajó la mirada.
—Lo sé. Y por eso temo. Porque ustedes no destruirán el mundo… lo reescribirán.
En las profundidades, Navaira y Sael caminaban juntos sobre un puente hecho de luz líquida. A cada paso, el abismo se llenaba de color, como si su unión reavivara la memoria perdida de la creación.
Sael tomó su mano.
—¿A dónde conduce esto?
—A donde no existen los nombres —dijo ella—. Donde la fe y el deseo son la misma llama.
—Entonces camina conmigo.
—Hasta el final —respondió Navaira, sonriendo por primera vez.
Detrás de ellos, el abismo se cerró.
Y en el mundo de los vivos, la flor blanca se abrió completamente, liberando un perfume que hacía llorar incluso a las sombras.
Kael y Lía la contemplaron.
—Parece… el fin —susurró ella.
—No —respondió él, tomándola del rostro—. Es solo otro comienzo.
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Editado: 27.10.2025