La noche cayó sin estrellas.
Pero no era oscuridad… era memoria.
Lía caminaba junto a Kael siguiendo un sendero que no tocaba el suelo: flotaba sobre una niebla azul, tibia y luminosa. Cada paso dejaba una huella efímera, como si el aire los recordara. El bosque se desvanecía detrás de ellos, reemplazado por un horizonte de luces suspendidas, torres líquidas y cantos lejanos que sonaban como si miles de almas rezaran al mismo tiempo.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Lía, con la voz temblorosa.
Kael respiró hondo, mirando el vacío que los rodeaba.
—No lo sé con certeza… pero creo que hemos cruzado el umbral del recuerdo.
A lo lejos, emergía una ciudad hecha de cristal y sombras. Sus edificios parecían flotar sobre lagos de luz, y las campanas que colgaban de las torres no se movían por el viento, sino por las emociones. Cada sonido era un eco de algo que alguna vez existió.
Lía se detuvo.
—Siento que ya estuve aquí.
Kael la observó, intrigado.
—¿En sueños?
—No… más allá. En algo más antiguo que los sueños.
El silencio se extendió entre ellos. Entonces una figura emergió del resplandor: una anciana de piel azulada y ojos como brasas apagadas. Sus manos parecían hechas de humo.
—Bienvenida, Guardiana de los Ojos Dormidos —dijo con voz profunda.
Lía dio un paso atrás.
—¿Guardiana…? No entiendo.
La anciana sonrió.
—Tu alma lo recuerda, aunque tu carne aún no. Has regresado al lugar donde los nombres se tejen antes de nacer.
Kael avanzó, desconfiado.
—¿Quién eres tú?
—Soy una sombra con memoria —respondió ella—. Fui llamada Nheura, la última de las tejedoras del eco.
La mujer extendió un dedo hacia Lía, y de su uña brotó una línea de luz que se unió a la frente de la joven.
Lía cayó de rodillas. Sus ojos se llenaron de imágenes: mares oscuros, estrellas cayendo, y un templo donde ella misma —en otra forma, con otra piel— hablaba con los dioses.
—Yo… los sellé —susurró, horrorizada—. Fui yo quien los encerró.
Kael la sostuvo.
—¿Qué estás viendo, Lía?
—El principio… y el error.
Nheura asintió lentamente.
—Hace eras, cuando el mundo aún respiraba el aliento de los dioses, tú fuiste la primera guardiana del equilibrio. Tu tarea era mantener separados los tres ríos: el de los vivos, el de los recordados y el de los olvidados. Pero amaste a uno de los dioses caídos… y por amor, abriste las aguas.
El aire se estremeció.
Lía se cubrió el rostro.
—Y todo esto… este caos… ¿es culpa mía?
—No —respondió Nheura—. El amor nunca es culpa. Solo consecuencia.
Kael miró la ciudad, abrumado por su belleza y tristeza.
—¿Qué es esta ciudad, entonces?
—El último refugio de las voces —dijo Nheura—. Aquí vienen las almas que no pudieron olvidar ni ser olvidadas.
Mientras hablaba, miles de siluetas comenzaron a moverse entre las torres. Eran figuras translúcidas, envueltas en luz tenue. Cada una llevaba en las manos un objeto distinto: un libro, una flor, una espada, un niño.
Lía los miraba pasar, y cada uno dejaba un susurro.
“Madre…”
“Prometí volver…”
“¿Me recuerdas?”
Kael apretó los puños.
—Esto es insoportable.
—Es el precio de la memoria —dijo Nheura—. Cada alma aquí fue un corazón que no quiso soltar lo que amaba.
Lía miró hacia el centro de la ciudad, donde una torre más alta que todas resplandecía como un faro.
—Allí —dijo—. Algo me llama desde esa torre.
—Es el Trono del Silencio —respondió Nheura—. Donde se guarda la voz de la primera guardiana… la tuya.
Kael la miró con asombro.
—¿Tu voz?
—Sí —dijo Lía—. Si la recupero, podré entender por qué el amor entre la luz y la sombra está condenado.
El camino hacia el trono era un laberinto de puentes flotantes. A medida que avanzaban, las memorias se volvían más intensas. Fragmentos del pasado se materializaban alrededor: un niño corriendo, una madre llorando, una batalla entre ángeles y demonios.
Kael se detuvo al ver su propio rostro entre los recuerdos, más joven, sangriento, arrodillado ante una figura encadenada.
—Eso… soy yo.
—Es tu eco —dijo Lía—. Tu alma también recuerda.
—¿Y quién era esa mujer…?
Lía lo miró, temblando.
—Era yo.
El suelo tembló. Las luces se apagaron una a una, y una risa resonó desde lo alto de la torre.
—Así que la guardiana ha despertado… —dijo una voz femenina, grave y seductora—.
De la oscuridad emergió una figura: alta, de piel carmesí y cabellos que parecían fuego líquido. Sus ojos eran dos abismos brillantes.
—Soy Lysara, hija de las lágrimas del abismo. La que amó a un monje que no debía existir.
Lía retrocedió.
—¿Navaira?
La figura sonrió.
—No. Soy su hermana. La que no conoció la redención.
Kael desenvainó su hoja, que emitía un resplandor azul.
—¿Qué quieres de nosotros?
Lysara lo observó con curiosidad.
—Lo mismo que todos los condenados: una segunda oportunidad.
Su mirada se clavó en Lía.
—Y tú me la darás, guardiana. Abrirás de nuevo los ríos.
Lía negó con la cabeza.
—Si lo hago, el mundo colapsará.
—No —susurró Lysara acercándose—. Si lo haces, el amor volverá a ser libre.
Kael la enfrentó, firme.
—El amor sin límites destruyó el equilibrio una vez.
Lysara lo miró con tristeza.
—Y sin amor, Kael, el equilibrio es solo otro nombre para la muerte.
El aire se tornó pesado. La torre comenzó a resonar con un canto bajo, profundo.
Lía sintió su pecho arder. Dentro de ella, su antigua voz —la de la guardiana— despertaba, mezclándose con los recuerdos del amor que alguna vez había condenado al mundo.
—Kael… —susurró—. Si mi voz vuelve, todo cambiará.
—Entonces no tengas miedo —respondió él—. Cambiar no siempre es destruir.
Lysara sonrió.
—Así hablan los que aún no han perdido todo.
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Editado: 27.10.2025