Corazones entre Sombras I

El Precio del Alba

El amanecer no fue un milagro. Fue un estremecimiento.
La tierra despertó con un quejido profundo, como si una raíz milenaria se moviera bajo la piel del mundo. Los ríos retrocedieron un instante antes de volver a correr. En el aire había un sabor nuevo, mezcla de hierro, sal y promesa.

Lía abrió los ojos sobre la hierba mojada.
El cielo era una aurora líquida, una herida que sangraba luz. Durante unos segundos creyó que seguía dentro del juicio: el horizonte respiraba, los colores se curvaban, el tiempo parecía esperar.
Kael estaba de pie a su lado, con la mirada fija en las montañas que ahora ardían de reflejos dorados.
—Todo cambió —dijo él, apenas un murmullo.
—Sí —respondió Lía—. Y nadie sabrá cómo nombrarlo.

A su alrededor, los signos de la nueva creación se desplegaban en silencio.
Las flores crecían con una rapidez inquietante, los árboles exhalaban un vapor azul, y del río emergían peces con ojos de fuego. La vida buscaba entenderse en ese nuevo orden donde la sombra y la luz ya no eran opuestas, sino amantes que compartían la misma piel.

Kael tocó el suelo.
—Late. Como si la tierra tuviera corazón.
—Quizá siempre lo tuvo —susurró Lía—. Nosotros éramos los que no sabíamos escucharlo.

Por un instante, el mundo pareció contener la respiración. Luego el viento sopló con voz humana.
“Amar tiene precio”, decía.

Lía se estremeció.
—Lo escuchas, ¿verdad?
Kael asintió.
—El eco del juicio. No terminó.
El aire se cargó de un aroma a tormenta. Entre las nubes, una grieta de oscuridad se abría lentamente, como un ojo que despierta.
—¿Qué es eso? —preguntó Lía.
—El vacío que dejaron los dioses —respondió él, con tono grave—. Todo equilibrio necesita su sombra.

Días después, los humanos empezaron a notar los cambios.
Los templos ardían sin consumir su piedra. Las plegarias se respondían con risas o con lágrimas. Algunos podían hablar con los muertos por segundos, otros soñaban con lugares que no existían todavía.
Los pueblos comenzaron a dividirse entre quienes adoraban el “Nuevo Alba” y quienes temían su poder.
Lía y Kael vagaban entre aldeas intentando calmar el caos. Eran vistos como santos, o como profetas, o como condenados. Nadie sabía exactamente qué eran. Ni ellos.

Una noche, mientras descansaban junto a un lago que brillaba por dentro, Lía dijo:
—Nos miran como si fuéramos dioses.
—Y no lo somos —respondió Kael—. Somos los errores que los dioses dejaron atrás.
—¿Y si el error era necesario?
Kael la miró con ternura.
—Entonces fue el más hermoso de todos.

Ella sonrió. Pero algo en su mirada tembló.
Porque, entre la calma del lago, veía figuras moviéndose bajo la superficie: sombras largas, de cuerpos incompletos, como si la oscuridad misma intentara rehacerse.
—Kael… hay algo ahí.
—Lo sé —dijo él—. Y nos está esperando.

El agua se partió.
De ella emergió una figura envuelta en un manto negro que no reflejaba luz. Su rostro era un vacío, pero su voz… su voz era música.
—Han roto las reglas —dijo—. Han devuelto al mundo su alma… pero una alma dividida no puede sostenerse.
—¿Quién eres? —preguntó Kael.
—Soy lo que quedó fuera del juicio —respondió—. Soy la deuda que el amor no pagó.

Lía dio un paso al frente.
—¿Vienes por nosotros?
—No. Vengo por el equilibrio.
De su pecho brotó una espiral de sombras, y en su centro apareció un corazón hecho de cristal. Palpitaba al mismo ritmo que el de Lía.
—¿Qué significa eso? —preguntó ella.
—Que el precio del alba es tu propia luz. El mundo que has recreado se alimenta de ti. Cada amanecer te roba un latido.

Kael la tomó del brazo.
—No. No permitiré que eso pase.
—No puedes evitarlo —susurró la figura—. El amor que desafía a los dioses siempre paga con la sangre de los mortales.

Lía cerró los ojos. El viento comenzó a girar, el agua del lago se elevó formando columnas translúcidas.
—Entonces buscaremos otra forma. No permitiré que el amor vuelva a ser sacrificio.

La sombra rió.
—¿Otra forma? No hay. Los dioses la buscaron y fracasaron. Ustedes no son más que su eco.
—Tal vez —dijo Kael—. Pero somos un eco que aprendió a amar distinto.

La sombra lo miró por un largo momento y luego se desvaneció en la bruma.
El lago se volvió negro.
Lía cayó de rodillas, jadeando.
—Siento… como si el mundo tirara de mí.
Kael la abrazó.
—Entonces yo tiraré contigo.

Pasaron semanas.
El nuevo mundo se estabilizaba, aunque nadie entendía del todo sus leyes. Algunos días el sol se ocultaba por tres lunas, otros los mares flotaban en el aire como espejos. El amor se había convertido en fuerza cósmica: las parejas que se amaban de verdad podían curar heridas o despertar flores en el desierto, mientras que los amores falsos se convertían en polvo.

Pero cada amanecer, Lía estaba más pálida.
El brillo en sus ojos se apagaba, como si el precio anunciado empezara a cobrarse.
Kael lo notaba y no decía nada. Solo se quedaba junto a ella, guardando silencio mientras el mundo renacía y su amada se desvanecía poco a poco con él.

Una tarde, bajo la luz ámbar de un crepúsculo invertido, Lía habló:
—Si muero, no me llores. El amor no se acaba, solo cambia de forma.
Kael le acarició el cabello.
—No hables así. No voy a perderte otra vez.
—No puedes evitarlo. Cada día que amanece, el mundo respira gracias a mí.
—Entonces haré que no haya más amaneceres —dijo él con voz quebrada—. Que el tiempo se detenga si es necesario.

Lía lo miró, con una mezcla de ternura y tristeza.
—Si detienes el tiempo, el amor dejará de moverse. Y un amor inmóvil… también muere.

Él la abrazó fuerte, con desesperación contenida.
—¿Por qué todo lo hermoso tiene que doler?
—Porque el dolor le da forma —susurró ella—. Sin él, el amor sería solo un sueño sin piel.




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