Años después…
En la periferia de una pequeña ciudad se encontraba el convento de «Las Siervas de Jesús» que a su vez también era una institución donde residían los menores que no tenían familia. De él se encargaban además de las hermanas, una joven que había llegado allí de casualidad años atrás, se ofreció a trabajar y ayudarlas en todo lo que pudiera a cambio de un techo.
Con el paso de los años Candela había conseguido trabajo en un taller de costura y se independizó del convento, pero acudía cada día para seguir con sus tareas como había hecho siempre, e incluso ahorraba todos los meses algo de su sueldo para colaborar con la causa, darle a esos niños que nadie quiso, la mejor vida posible.
—¿Todavía sigues aquí criatura?—la madre superiora la encontró fregando los últimos platos de la cena de los niños.
—Sí Madre, aquí estoy—la religiosa la miraba con ternura—Ahora le he prometido a Camila que iría a leerle un cuento antes de dormir.
—¡Eres tan buena! El Señor te lo va a recompensar—puso una mano sobre el hombro de la joven.
—No lo hago por una recompensa, sino por ver a Camila sonreír. Lleva muy poco tiempo aquí y se siente muy sola—sin querer se puso triste al recordarse a sí misma a su edad.
—Entonces ve, haz que la niña esté contenta y después te vas a casa. Te mereces un descanso.
Candela salió de la cocina con una falsa sonrisa. Irse a casa era lo más duro de cada día, estar sola es algo que la agobia y la entristece.
En cuanto llegó al dormitorio de las niñas, no sólo la dulce Camila la estaba esperando, también estaba el terremoto de Gema, la parlanchina de Beatriz y la pizpireta Miriam.
—Camila nos ha dicho que nos vas a contar un cuento—le dijo Beatriz subida a su cama.
—¿Va a ser un cuento de hadas?—preguntó Gema.
—¡No, qué asco! Mejor uno que de mogollón de miedo—se quejó Miriam.
—¿Y a ti, que cuento te apetece?—Candela se volvió hacia Camila que aún no se había pronunciado.
—No sé… El que tú quieras. Yo sólo quiero que alguien me cuente un cuento, como hacía mi mamá antes de irse al cielo.
No sabía qué responder ante ese comentario tan conmovedor, lo único que hizo fue abrazarla y contarle una historia.
—¿Sabéis que pasa cuando algún ser querido se va al cielo?—preguntó a las niñas. Todas negaron con la cabeza—Pues cuando alguien que queremos mucho se va al cielo, se convierten en estrellas y nos cuidan desde ahí. Ve hacia la ventana Camila.
La niña obedeció y miró a través del cristal, se veía el firmamento en todo su esplendor.
—¿Ves esa estrella que brilla más que ninguna?—se puso a la altura de Camila y ella respondió afirmativamente—Pues esa estrella, es tu mamá. Siempre que la veas sabrás que es ella, que cuida de ti y que siempre va a estar contigo.
—¿De verdad?—la niña la miraba boquiabierta—¿Ella está ahí mirándome?
—Sí, te lo prometo, y yo jamás miento, cielo. Hoy ya no queda tiempo para contaros un cuento, pero os lo compensaré. Y ahora todas a dormir, que como venga la madre superiora y os vea aún despiertas, se nos va armar una buena.
Arropó y besó a todas las niñas, les dio las buenas noches y apagó la luz. Ojalá todo fuera tan fácil como aquella historia de las estrellas. Envidiaba la inocencia de los niños porque ella jamás la tuvo. Se pasó por el cuarto de los chicos, aunque sólo había tres, todos estaban dormidos y mucho más relajados que sus compañeras de al lado.
Candela abandonó el convento y se fue a casa, si es que se le puede llamar así a un cuarto de treinta metros cuadrados, cuyo lujo era que tenía baño privado. Después de una ligera ducha, echó el seguro de la puerta, retiró la mesa de café y abrió el sofá cama. Otra noche más en blanco, sin poder dormir, con esa tristeza en el alma que no conseguía quitarse de encima. Llevaba años haciendo lo mismo, día sí y día también, cada amanecer se prometía que ese día sería distinto del resto pero jamás resultaba así.
Los fines de semana, el taller de costura estaba cerrado, así que aprovechaba las mañanas para cuidar de una señora mayor que se encontraba enferma. Cada día que pasaba se iba apagando poco a poco. Candela conocía a esa señora desde que era pequeña, ya que fue su profesora en el colegio. No conocía a nadie de su familia, sólo los veía en fotografías. La mujer era viuda, tuvo un hijo y dos nietos. Su hijo y su nieta habían fallecido hacía años y su único pariente vivo al parecer vivía fuera del país.
—¿Qué tal se encuentra hoy, Adela?—le dio las pastillas y un vaso de agua.
—Trastornada como siempre, si no fuera por ti, me moriría sola—lamentó la mujer.
—No diga eso, va a vivir mucho tiempo, conmigo o sin mí—le dedicó una dulce sonrisa—Más bien soy yo la que le agradece todo lo que ha hecho por mí. Las matemáticas eran mis enemigas hasta que la conocí.
—No eran tus enemigas, sólo que tenías que esforzarte un poquito en comprenderlas—ambas rompieron a reír al recordar los berrinches de Candela cuando era niña—Siempre fuiste muy inteligente y una de las mejores personas que yo haya conocido, tienes un corazón enorme.