Corazones imperfectos (2024)

CAPÍTULO 17

Dos semanas más tarde, en una de las noches de trabajo de Candela, le tocó atender la zona de reservados por primera vez. Ese apartado estaba destinado a celebraciones más privadas y distinguidas. Eran cuatro personas, en principio no debería ser nada complicado, se había enfrentado a cosas peores, pero cuando se acercó a la mesa, supo que igual no estaba tan preparada como ella creía, porque a tres de esas personas, las conocía perfectamente.

—Candela…¿Eres tú?—el primero que habló fue su hermano Gonzalo.

—¿Saben ya lo que van a tomar?—no debía perder la compostura aunque en el aquel momento lo único que quería era salir de allí corriendo.

—¿Quién es cariño?—preguntó la chica sentada junto a su hermano.

—Nadie—respondió su padre mientras la miraba con gesto desagradable—Pediré que nos atienda otra persona.

—Basta Miguel, no vayas a montar una escena—intentó frenarlo su mujer.

Candela no se quedó allí ni un segundo más y volvió al restaurante. Le pidió a un compañero que le hiciera el favor de atender el reservado y el chico aceptó. Su jefa no entendía qué problema tenía, pero al verla tan afectada no quiso preguntarle más. Aquella noche se le hizo eterna y daba las gracias a Dios que no había tenido que volver a encontrarse con su familia.

Cuando llegó el momento de salir, suspiró aliviada, sólo quería llegar a convento y poder dejar de disimular que aquel fugaz encuentro con su familia no le había abierto viejas heridas. No había abandonado aún la avenida principal, cuando sintió un agarrón violento en el brazo que casi la derriba mientras la metían en un callejón.

—¿Qué pretendes ahora maldita estúpida?—los ojos oscuros de su padre la miraban con odio—Pensaba que a estas alturas ya te habrías muerto.

—Yo no pretendo nada ¡Suéltame!—intentó zafarse de él sin éxito—Llevo semanas trabajando en ese lugar, ha sido casualidad.

—¡Mientes!—la agarró con más fuerza mientras Candela se quejaba por el dolor—Con lo que me costó que te largaras ni creas que vas a volver a mi casa—la tiró al suelo—Esto es sólo una advertencia.

A Miguel no le dio tiempo de decirle más cosas porque, de la nada, apareció Pablo embistiéndolo contra la pared.

—¡La próxima vez que te atrevas a tocarla, estás muerto!—lo agarró del cuello con fuerza.

—¿Quién eres tú para amenazarme, eh?—ahora era Miguel quien lo empujaba para después asestarle un puñetazo en la cara—¿De dónde has salido?

—Del mismísimo infierno—dijo con voz casi de ultratumba.

Estuvieron intercambiando golpes para el horror de Candela que no sabía cómo parar aquello. Conocía perfectamente de lo que era capaz su padre y temía que hiciera algo que más tarde pudiera lamentar.

—¡Parad los dos!—se metió entre ellos, pero a Miguel no le importó lo más mínimo y lanzó un golpe que no era para ella pero finalmente se lo llevó.

—¡Estás muerto hijo de puta!—le gritó Pablo. Quería ir a por él, pero Candela posó sus manos en su pecho y lo impidió.

—¡Pablo, no! No merece la pena—sólo por ella se detuvo—Por favor…

—Dame una sola razón para no destrozar a este…

—¡Es mi padre!

—¿Tu padre?—miró a aquel individuo que era casi tan alto como él pero más corpulento y comprobó que poco tenía que ver con ella—Un padre jamás trataría así a su hija.

—Eso no importa—se alejó de él para encarar a Miguel—Vete de aquí, déjanos en paz.

—Está bien, me iré—la miró con asco y Pablo casi se le tira encima—Pero ya sabes, te quiero lejos de mi familia.

Candela asintió y agachó la cabeza mientras su padre se alejaba con paso decidido de aquel sucio callejón.

—¿Estás bien?—se acercó hasta Pablo y sin pensarlo lo agarró de la barbilla con cuidado para examinarle la cara—Es un animal…¿Te duele mucho?

—No te preocupes por mí, he sobrevivido a cosas peores—él la imitó y vio el golpe que estaba empezando a ponerse morado en una de sus mejillas—Maldito hijo de…

—Ya esta, olvídalo. ¿Qué hacías tú aquí?

—Eso no importa Candela, es hora de irnos—le puso una mano en el hombro para que se pusiera en marcha.

—Creo que deberías ir a que te vieran eso—señaló un corte que tenía cerca de la ceja—Estás sangrando.

—No es nada, ya se pasará—odiaba que estuviera tan preocupada por él, pero más detestaba que aquel tipo se hubiera atrevido a hacerle daño.

Caminaron uno junto al otro sin decirse absolutamente nada con palabras. Se miraban de soslayo de vez en cuando, pero ninguno se atrevía a romper el silencio que los acompañó hasta llegar al convento. Una vez allí, se separaron, Pablo se fue a casa y vio como Candela entró al convento.

Ya en casa, comprobó que tenía la cara destrozada y su camiseta se había manchado por la sangre de su herida. Se la quitó enseguida y se limpió la cara con ella ya que la iba a tirar. Mientras Pablo seguía examinándose, la puerta de la casa se abrió y Candela entró sin pedir permiso cargada con un botiquín. Él no esperaba que entrara en casa con tanta familiaridad, y ella no imaginó encontrárselo sin camiseta mientras se miraba al espejo. Candela se sonrojó de la vergüenza y a Pablo no le pudo parecer más adorable.




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