Durante el resto de la jornada Candela estuvo muy pensativa, precisamente aquel no estaba siendo su mejor día. Se retiró a descansar un rato antes de irse al trabajo. Ya en él, la muchacha fue recuperando el ánimo y estaba teniendo una buena noche hasta que a la hora de salir se encontró con un chico.
—Por favor, no te vayas. Sólo quiero hablar contigo, hermana.
Ante ella estaba la viva estampa de su padre, pero en una versión mucho más joven y tranquila.
—Jamás me has llamado hermana—respondió con frialdad—Mucho menos me has tratado como tal.
—Lo sé, y a sabiendas que ya no sirve para nada, te pido perdón por todo el daño que te he hecho toda la vida—quiso acercarse pero Candela se apartó—He cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. La vida se encargó de darme una lección para que despertara.
—¿Qué lección?
—Perdí la arrogancia y la prepotencia cuando casi muero en un accidente de coche. También perdí una pierna—la golpeó con fuerza para que su hermana pudiera escuchar el sonido hueco de su prótesis—Entonces papá empezó a tratarme del mismo modo que lo hacía contigo. Caí en una fuerte depresión a raíz de todo eso y mi forma de ver la vida cambió drásticamente. No pretendo darte pena para que perdones ni nada de eso, pero tengo que hacerlo Candela. Te pido perdón sinceramente, no sólo por no haberte salvado de las garras de papá, también por haber sido cómplice de todo sin sentir ni una pizca de remordimiento.
—Siento mucho lo que te pasó Gonzalo. En cuanto a lo otro, si quieres que te perdone lo haré si eso te hace sentir mejor, pero no me busques más. Ni tú, ni nadie.
—¿Es demasiado tarde para aprender a ser un buen hermano?—Gonzalo no quería perder la esperanza.
—Si de verdad quieres serlo, aléjate de mí todo lo que puedas—su hermano se dio cuenta que no estaba siendo sincera con él.
—¿Tienes miedo de mí?—al fin pudo acercarse a su hermana.
—No Gonzalo, no es eso. Precisamente porque quiero que estéis bien es que no debéis volver a cruzaros en mi camino.
Candela salió corriendo para huir de su hermano. Su cabeza iba a toda velocidad, todo tipo de pensamientos cruzaban por su mente. Gonzalo no debía saber la verdad, ni él ni nadie.
Cuando sintió que se ahogaba, se paró en seco para recuperar el aliento, sin embargo era incapaz de reprimir lo mal que se sentía y no pudo evitar romper en llanto mientras caminaba de vuelta al convento. Ni siquiera se dio cuenta que estaba cruzando la carretera con el semáforo en rojo y que a punto estuvo de ser atropellada si no llega a ser porque alguien tiró de ella justo a tiempo pegándola a su pecho.
—¿Es que no has visto el semáforo rojo o qué? ¿Por qué no miras por dónde vas?
—¿Y tú por qué siempre apareces de la nada para salvarme?—cuando la miró a los ojos, pudo ver lo destrozada que estaba.
—Siento haberte gritado—Pablo se sentía fatal, pero acababa de llevarse el susto de su vida—¿Estás bien?
—No…nada está bien. Y estoy cansada de fingir que no pasa nada, que no me duele nada, que no soy vulnerable a nada. ¡Estoy harta de todo Pablo y no sé hasta cuándo podré seguir soportando esto!—Candela se encontraba al borde del colapso nervioso.
—Trata de respirar, despacio. Mírame—ella obedeció—Intenta no pensar en todo eso ahora mismo, concéntrate en respirar, sólo eso…
Su voz sonaba tan dulce que sólo podía concentrarse en ella y en recuperar el control en la medida de lo posible. Durante un par de minutos lo hizo y parecía que funcionaba. Notó como el nudo de su garganta se deshacía poco a poco y aunque no había dejado de llorar ni un segundo, se iba encontrando mejor.
—No te imaginas la vergüenza que estoy pasando…Pensarás que soy una histérica, una loca…
—Shh—puso un dedo en sus labios húmedos por sus lágrimas—No lo pienso, al contrario. Pienso que eres humana. Una humana con una carga muy pesada para ella sola—ahora era él quien se estaba reprimiendo, debía hacerlo, no era el momento—Ven, vamos a dar una vuelta, necesitas despejarte.
Los dos se pusieron en marcha, como muchas otras veces, caminaban en silencio uno junto al otro. Sus manos a veces se rozaban sin querer y ambos se sobresaltaban al percibir el inesperado contacto. Tanto Pablo como Candela estaban cada día más confundidos respecto a sus sentimientos y se empeñaban en callar lo que sus corazones gritaban.
—¿Por qué hemos venido aquí?—preguntó Candela.
—Porque es muy tarde para estar en la calle y en el convento hay demasiada gente—introdujo la llave y abrió la puerta—Vamos, entra.
Candela encendió la luz, conocía la casa a la perfección y ambos llegaron hasta el salón.
—Está tal cual la recordaba—comentó Pablo mirando todo a su alrededor.
—Adela siempre me dijo que no quería cambiar nada para que cuando su nieto volviera, se sintiera en casa—pudo ver como el chico se tensó—Te echaba mucho de menos y estaba muy preocupada por ti, porque hacía mucho que no la llamabas para hablar con ella.
—¿Qué te contó sobre mí?
—Que desde la muerte de tu hermana, te fuiste del país en busca de un futuro mejor.