Hay un tipo de soledad que se siente como una herida abierta. No arde. No sangra. Solo está ahí. Presente. Silenciosa. Como un eco constante que nunca se apaga.
Yo aprendí a convivir con ella.
Aprendí a ser el extraño en los pasillos, el que no habla, el que no sonríe. El que todos evitan o admiran desde lejos, sin atreverse a mirar demasiado. Y eso estaba bien. Mejor así. Nadie se acerca, nadie pregunta, nadie descubre lo que realmente soy.
Un monstruo con rostro humano. Un depredador fingiendo ser estudiante.
Pero entonces llegó él.
Con su voz tranquila. Sus ojos cálidos. Su aroma imposible de ignorar. Era diferente. Demasiado vivo. Demasiado cerca. Me desarmaba sin tocarme. Y cuando lo hizo, cuando pasó, algo cambió.
Mi corazón muerto hizo algo que no esperaba. Latió.
Y tuve miedo. No de él… sino de lo que despertaba en mí y era algo que nunca había sentido.
Ese fue el principio.
El principio del fin de mi soledad.
El principio de nuestra maldición.
El principio de los corazones nocturnos.