Corazones Nocturnos

CAPÍTULO 1. Sangre tranquila.

Las noches eran más fáciles.

No porque la sed desapareciera, esa nunca lo hacía, sino porque el mundo se callaba un poco. Los ruidos se apagaban, las voces se alejaban, y él podía escuchar sus propios pensamientos… aunque no siempre le gustaran.

Auren Draven se despertaba más temprano que todos. No porque tuviera insomnio, sino porque dormía por costumbre, no por necesidad.

A veces soñaba.

Con su madre.

Con aquella noche en el bosque.

Con ojos rojos brillando entre las sombras y el olor de la sangre caliente empapando la tierra.

Se despertaba sin gritar, sin sudar.

Solo… vacío.

Vivía en una casa antigua, aunque algo poco moderna. Tenía techos altos y ventanas grandes y estaba al borde de un pueblo donde nadie hacía demasiadas preguntas. Su padre, Davenz, lo crió con firmeza pero sin dureza. Era un vampiro como él, como toda la familia, aunque más viejo, más silencioso. Compartían pocas palabras, pero mucho entendimiento. Su hermana menor, Lys, tenía 8 años y una sonrisa que todavía era cálida, ingenua. Ella lo adoraba.

Cada día era igual: levantarse antes del amanecer, preparar el desayuno para Lys (un pequeño envase lleno de sangre de animal), vigilar que su sed estuviera bajo control durante todo el día y fingir ser un adolescente común. En la escuela, era el tipo al que nadie se atrevía a mirar mucho. Siempre sentado al fondo al lado de Deara, con la capucha del abrigo medio puesta, escuchando música, escribiendo cosas o simplemente dibujando.

Solo Deara se atrevía a sentarse a su lado, claro. Desde que eran niños, ella lo había seguido como si intuyera que su oscuridad era más tristeza que peligro. Tenía una risa rápida y una paciencia infinita. Ella sabía lo que él era, desde pequeños se contaban todo. También sabía de su madre.

Ese día, como todos los demás, Auren caminaba por los pasillos de la escuela con los auriculares puestos, aunque no reproducían nada en ese momento, y con los sentidos afilados. Olía a loción, sudor, a sangre... Siempre lo olía todo. Siempre tenía que controlarse.

No era fácil.

A veces, la sed subía como una marea inesperada. No era dolorosa. Era ardiente. Animal. Una necesidad que empezaba en la garganta pero terminaba en los pensamientos. Por eso solo se alimentaban de animales, y siempre en el bosque, donde nadie lo viera. Su padre le había enseñado que la sangre humana lo cambiaba, lo volvía más impulsivo, más salvaje.

Pero Auren no necesitaba recordarlo.
Lo sabía.
Lo había visto.

Recordaba con precisión cada segundo de aquella noche: los aullidos, los gruñidos, el forcejeo. Su madre empujándolo entre los arbustos mientras los ojos rojos se acercaban. No eran ojos de vampiros. No eran humanos. Eran lobos. Distintos a cualquier cosa que hubiera visto. Más grandes. Más oscuros. Más monstruosos.

Desde entonces, los detestaba.
Y aunque nunca había vuelto a ver uno, sabía que tarde o temprano volverían a cruzarse en su camino.

Esa mañana, sin embargo, no pensaba en ellos.

Pensaba en el proyecto de clase de biología que la profesora le había dicho que tendría que hacer en grupo. Y Auren odiaba hacer trabajos en grupo.

Especialmente con desconocidos.
Especialmente con humanos.

Y aún no sabía… que esa tarde cambiaría todo.




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