Corazones Nocturnos

CAPÍTULO 7. Tregua y traición.

Los dos días siguientes pasaron con la misma rutina: Se preparaba su envase (que era sangre de animal), controlaba la sangre de su hermana e iba a clases.

El proyecto seguía sin terminar, y Deara había entendido según la maestra que dos días a la semana era suficiente por ahora para el proyecto. Así que retomarían el trabajo la semana siguiente. Auren no se quejó. Necesitaba también su tiempo para aclarar sus ideas. La incomodidad entre los tres crepitaba en el aire, especialmente para Auren. Cada vez que Leo y Deara reían juntos, algo dentro de él se encogía. Se preguntaba constantemente si Leo era una buena influencia para ella, si su presencia tan intensa no escondía algo más profundo.

Una noche, Auren subió a su cuarto después de cenar. Su hermana menor ya dormía y el silencio de la casa era acogedor, casi frío. Se quitó la camiseta, quedando sólo con unos pantalones oscuros, y fue hacia la ventana abierta para dejar entrar algo de aire nocturno. Fue entonces cuando notó una luz encendida al otro lado de la calle.

La habitación justo frente a la suya.

Parpadeó confundido. Era la misma ventana que había notado la otra noche, con una figura moviéndose en la penumbra. Esta vez la figura se acercó. Era Leo. Y lo estaba mirando.

Auren se apartó lentamente de la ventana. Sus cortinas estaban abiertas, pero no pensó en cerrarlas. Había algo magnético, inquietante en esa mirada que cruzó la calle y lo atravesó. Leo alzó una ceja, como si también estuviera procesando la coincidencia. Auren no supo qué hacer.

Horas más tarde, su padre lo llamó a su estudio.

—Tenemos que hablar.

Auren entró con cautela. Las luces tenues del despacho hacían que los rostros parecieran más sombríos de lo normal. Su padre tenía los codos apoyados sobre el escritorio y los dedos entrelazados frente a la boca, pensativo.

—Hay una familia de... hombres lobo en el barrio —dijo, sin rodeos.

Auren sintió un escalofrío subirle por la columna. La imagen de su madre muriendo aún estaba enterrada, pero viva, palpitante bajo la piel. Los ojos rojos. Los aullidos. La sangre. El miedo.

—¿¡Qué hacen aquí!? —preguntó, más bruscamente de lo que quiso.

—No todos los lobos son como los que nos atacaron —dijo su padre con voz firme—. Esta familia busca algo diferente. Paz. He hablado con ellos. Proponen una tregua.

—¿Tregua? ¿Y tú confías en ellos?

—Confío en que no podemos seguir viviendo con odio ciego. No somos los mismos de antes. El mundo está cambiando. Y ellos también. Quiero que vengas conmigo esta noche a una reunión. Quiero que los veas. Que los escuches.

Auren se quedó callado. Por dentro, mil emociones chocaban: rabia, miedo, desconfianza. Pero también una parte suya, la más racional, sabía que su padre rara vez se equivocaba en cuestiones de instinto. A regañadientes, asintió.

Cuando la noche cayó por completo, se dirigieron al lugar acordado. No estaba lejos. Solo cruzaron la calle.

Auren frunció el ceño. Era extraño. El punto de encuentro era justo en la casa frente a la suya. La misma casa con la habitación iluminada. La casa de Leo.

Y entonces lo entendió.

El padre de Leo abrió la puerta. Era un hombre corpulento, de ojos intensos y gesto amable. Detrás de él, su madre, una mujer de voz suave que los invitó a entrar sin temor. Y luego, Leo. Vestido con ropa informal, una sudadera oscura y jeans, pero con una expresión que Auren nunca había visto en él: sorpresa y algo más. Comprensión.

Auren sintió que el mundo se inclinaba bajo sus pies. Su corazón muerto, que rara vez se agitaba, latío. Una vez. Con fuerza.

Leo también lo miraba. Sus ojos marrones se entrecerraron ligeramente. Lo había comprendido en ese mismo instante. Las piezas encajaron al instante para ambos.

Leo era un hombre lobo.

Y ahora sabía que Auren era un vampiro.

Durante la reunión, ambos apenas intercambiaron palabras. Los padres hablaron de límites, de respeto mutuo, de evitar conflictos y proteger a los suyos sin intervenir en las vidas ajenas. Pero Auren no escuchaba. Tenía la mirada fija en Leo. En la forma en que su espalda recta transmitía tensión, en cómo sus manos estaban cerradas en puños suaves sobre las piernas. A su lado estaba su hermano Luka. La hermana pequeña de Auren, Lys, no había venido, pero seguro que quería verle. Ver quienes eran los lobos en el barrio.

—Gracias por venir —dijo el padre de Leo al final de la noche.

Auren solo asintió. Cuando salió de la casa, el aire fresco de la noche lo golpeó como un cubo de agua fría. Cruzó la calle con pasos lentos y su padre a su lado, en silencio.

Ya en su habitación, se dejó caer en la cama sin camiseta, sintiendo el peso de todo lo ocurrido.

Leo. Un lobo. Su vecino.

Y ahora, su enemigo natural... o algo más.

Nada volvería a ser igual.




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