Corazones Nocturnos

CAPÍTULO 9. Instinto.

El sol comenzaba a teñir el cielo de tonos rojizos cuando Auren, Leo y Deara llegaron a casa de esta última. Era la semana siguiente, y aún quedaban días para terminar el proyecto que los había obligado a compartir tanto tiempo. Deara, sonriente pero con cierto cansancio en los ojos, los invitó a pasar a su habitación, donde ya tenían un espacio preparado: libros abiertos, hojas desordenadas, bolígrafos y portátiles encendidos.

La tarde avanzaba con lentitud. El aire dentro de la habitación era cálido, denso. La música suave que sonaba desde el altavoz apenas mitigaba la tensión latente. Auren hojeaba las páginas de un libro sin realmente leer, su mirada viajando constantemente hacia Leo, quien, con el ceño fruncido, corregía un párrafo en su portátil. Deara se movía entre ellos, organizando notas y revisando esquemas con energía.

Auren intentaba ignorar el cosquilleo persistente que le recorría la nuca cada vez que Leo pasaba cerca. Desde que descubrieron que eran vecinos y, peor aún, que ambos sabían lo que realmente eran, todo había cambiado.

Deara, ajena a esa tensión específica pero no a la incomodidad general, se levantó de la alfombra.

—Voy a preparar algo caliente. Ya empiezo a odiar este clima otoñal. ¿Quieren té o chocolate?

Leo levantó la vista, sonriendo.

—Chocolate suena bien.

Auren no respondió. Solo hizo un leve gesto con la cabeza. Deara se fue escaleras abajo, dejando a los dos solos. El silencio entre ellos no era incómodo, pero sí pesado. Como si ambos supieran que algo estaba por estallar.

Mientras Auren intentaba concentrarse en un esquema, Leo pasó una hoja rápidamente y se cortó con el borde del papel. Fue un rasguño leve, pero suficiente para hacer brotar una fina línea de sangre. El olor golpeó a Auren de inmediato, intenso y dulce como un perfume prohibido.

Sus colmillos comenzaron a afilarse. Sintió el cambio en sus ojos, el rojo cálido tiñéndolos desde el centro hasta los bordes. Bajó la mirada, apretando los puños sobre las rodillas, resistiéndose con todas sus fuerzas.

Leo notó su reacción. Se quedó mirándolo unos segundos antes de hablar.

—¿Tus ojos siempre hacen eso?

Auren no respondió. Se levantó abruptamente, alejándose hacia la pared. La silla chirrió al moverse. Cuando Leo comenzó a andar hacia donde él estaba, Auren se giró. En dos zancadas estuvo a pocos centímetros de Leo, acorralándolo sin tocarlo. Sus manos tensas a los lados, la mirada ardiente, los colmillos visibles.

—No hagas eso, Leo —dijo, con voz baja, casi ronca—. No lo entiendes.

Leo no se apartó. No tembló. No dijo nada.

Solo lo miró. Con algo que no era burla, ni desafío. Algo entre respeto... y fascinación.

Fue entonces que ocurrió. Sus labios se encontraron. Rápidos. Casi brutales. No fue un beso suave, pero tampoco fue apasionado, fue una colisión de tensión acumulada, confusión. El calor que estalló entre ellos fue inmediato, palpable, una chispa que encendía algo que ninguno de los dos estaba listo para enfrentar.

Cuando se separaron, Auren se apartó con torpeza. Pasó una mano por su cabello, intentando calmar su respiración. Leo seguía allí, con el dedo aún vendado con un pedazo de papel.

—Esto no debe volver a pasar —dijo Auren, separándose más volviendo a su esquema.

Leo asintió, como si aceptara, aunque su expresión decía lo contrario.

Deara subió en ese instante, con una bandeja y dos tazas.

—Espero que te guste con canela, Leo —dijo alegremente. Luego frunció el ceño al notar un poco el ambiente tenso.—. ¿Todo bien?

Leo sonrió. Auren solo asintió.

Pasaron el resto del tiempo escribiendo y editando el trabajo sin tocar el tema, sin mirarse demasiado.

Días después, en clase de historia, la profesora decidió cambiar el orden de los asientos. El aula estaba medio iluminada por la lluvia que golpeaba suavemente las ventanas. El sonido del lápiz de Auren golpeando la mesa era casi hipnótico.

—Vamos a sentarnos con nuevos compañeros esta semana —anunció la profesora—. Auren, Leo, fila del fondo.

Ambos se levantaron y caminaron hacia el fondo del aula. Sus mochilas colgaban pesadamente de un hombro, y ninguno hizo un comentario. Se sentaron, uno al lado del otro, separados por apenas unos centímetros y una historia que nadie más conocía.

Durante la clase, compartieron un libro. Leo escribía con rapidez, su letra algo torcida. Auren le lanzó una mirada de reojo.

—Tienes una letra algo mala—murmuró.

Leo soltó una risa baja.

—Y tú no sabes tomar apuntes sin parecer que quieres romper el papel.

Auren no pudo evitar una sonrisa mínima. En medio del tedio académico, ese tipo de intercambio le recordaba que, a pesar de todo, podían existir momentos normales entre ellos.

El fin de semana llegó rápido. Deara los había invitado a ambos a un café nuevo en el centro. El lugar era acogedor, con luces tenues, paredes de ladrillo visto y mesas de madera oscura. Había una estantería con libros viejos al fondo y un par de sillones junto a una chimenea falsa.

Leo y Deara hablaban con facilidad. Reían, compartían gustos musicales. Auren se mantenía al margen, sentado frente a ellos, removiendo su bebida sin probarla. Sus ojos se clavaban en cada gesto, cada mirada entre ambos.

En un momento, Leo le pasó a Deara su móvil para mostrarle una foto de su perro. Ella se inclinó, apoyando la mano en su rodilla sin darse cuenta. Auren apretó los dientes.

No entendía por qué le afectaba tanto. No eran celos, o eso quería creer, al menos no exactamente. Era una sensación de que algo que no debía doler, dolía. Como si también hubiera cometido un error en dejar que Leo entrara tan fácilmente en su mundo.

Cuando volvieron a casa de Deara para seguir el proyecto, el ambiente era diferente. Leo parecía más relajado. Deara también. Solo Auren tenía las entrañas retorcidas.

Esa noche, Auren no podía dormir. Se levantó, se quitó la camiseta y abrió la ventana de su cuarto para dejar entrar el aire frío. Se apoyó contra el marco y cerró los ojos.




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