El fin de semana trajo consigo un clima inusualmente soleado, rompiendo con la lluvia constante de los días anteriores. La ciudad parecía más viva, con gente paseando, cafeterías llenas y niños jugando en los parques. En casa de Deara, sin embargo, la atmósfera era otra. Más íntima. Más cargada.
El proyecto estaba casi terminado. Solo quedaban unos detalles por pulir: la presentación final, una revisión de contenido y decidir quién diría qué parte en la exposición del lunes. Deara, como siempre, era la organizadora por excelencia, con papeles ordenados en carpetas, subrayados por colores, y notas adhesivas llenando las páginas.
Leo y Auren llegaron a media tarde, uno después del otro. Leo con su mochila al hombro y auriculares colgando del cuello; Auren más callado que de costumbre, pero con una expresión menos impenetrable. Desde aquella noche en la que compartieron ese beso contenido, algo en él había cambiado. Hablaba más. No mucho, pero más. Sonreía, a veces. Incluso se le escapaban comentarios sarcásticos que recordaban al Auren que Deara conocía de niño, antes de que todo se volviera oscuridad y silencio tras la muerte de su madre.
El trabajo avanzaba en silencio, con pausas breves en las que compartían miradas, alguna broma y, ocasionalmente, un momento de tensión.
Fue en una de esas pausas que ocurrió.
Leo estaba revisando una hoja con Deara, mientras Auren buscaba una imagen en su portátil.
—Por cierto —dijo Leo, mientras pasaba una hoja—, Auren me contó que tú sabías de los vampiros desde hace tiempo. Me pareció curioso. Pensé que no era algo de lo que él hablara tan libremente.
Deara se quedó quieta. Su ceño se frunció de inmediato.
—¿Auren te dijo eso?
Leo alzó una ceja, confuso.
—Sí, dijo que tú sabías quién soy. O... al menos, dio a entender eso.
Ella lo miró, muy seria.
—Yo no sabía que tú eras un hombre lobo. Hasta ahora.
Un silencio cargado se instaló de golpe en la habitación. Leo giró la cabeza lentamente hacia Auren, que dejó de teclear. Levantó la vista y lo miró. Sus ojos ya no estaban rojos, pero había un brillo en ellos que decía que entendía exactamente lo que estaba ocurriendo.
—No le dije nada —dijo Auren, tranquilo.
Leo se irguió un poco.
—Entonces... ¿estás diciendo que lo insinué por mi cuenta?
—Digo que malinterpretaste las cosas.
Leo apretó los labios y se levantó, alejándose hacia la ventana. Deara observaba a ambos, con una mezcla de incredulidad y molestia. Auren se levantó también, esta vez con una calma poco habitual en él.
—Mira, Leo. No sé qué esperabas. No quería que ella supiera nada. No aún.
—¿Y qué pasa si se lo dijiste y ahora simplemente no quieres admitirlo?
—Porque confío en ella, no en ti —respondió Auren, con una voz tan fría que cortó el aire.
Leo lo miró, y algo cambió en su expresión. No era ira. Era decepción.
Deara, sin decir una palabra, se levantó también. Caminó entre ambos y se cruzó de brazos.
—Basta. No quiero que esto termine en otra pelea estúpida. ¿Entienden? Ya no estamos en la edad de pegarnos porque alguien mira raro al otro.
Auren desvió la mirada. Leo respiró hondo y volvió a sentarse.
La tarde continuó, tensa, pero sin más estallidos. De a poco, retomaron el trabajo. Las frases que antes compartían con facilidad ahora eran breves, impersonales. Solo Deara intentaba mantener una conexión entre los tres.
A medida que el sol descendía, Auren comenzó a relajarse. Leo también, aunque evitaban el contacto visual directo. Trabajaron en la exposición, practicaron en voz alta, corrigieron tiempos.
En un descanso, Deara salió al jardín a tomar aire. Auren la siguió sin que ella lo notara. La encontró sentada en el banco de madera, mirando al cielo entre los árboles.
—Sabes que nunca quise meterlo en esto —dijo Auren, sin que ella lo mirara.
—Y sin embargo, ya está dentro. Como tú. Como yo. ¿Cuánto tiempo pensabas que podrías seguir con la fachada?
Auren se sentó a su lado. El crujido de la madera fue suave.
—Quería protegerte.
Ella lo miró, por fin. Con dulzura, pero también con firmeza.
—Tú no decides qué puedo o no saber. Hace tiempo que dejaste de ser ese niño que lloraba en mi hombro, Auren. Y yo dejé de ser esa niña asustada que creía que todo se arreglaba con abrazos. Somos algo más. Todos lo somos ahora.
Hubo un silencio que no dolió. Solo pesó. Auren bajó la cabeza y asintió.
—Lo siento.
Ella le sonrió levemente.
—Lo sientes mucho últimamente.
Ya entrada la noche, Leo y Auren terminaron juntos una de las últimas partes del proyecto. Las palabras fluían entre ellos con más naturalidad, como si la discusión de antes hubiese vaciado un poco la presión.
Leo se inclinó sobre la hoja, corrigiendo unas fechas, mientras Auren le señalaba un error.
—Eso fue en 1864, no 1870.
—Entonces arréglalo tú, listillo.
Auren sonrió.
—Como quieras, hombre lobo.
Leo lo miró de reojo, pero también sonrió. Poco a poco, la normalidad volvía, aunque el aire aún cargaba los restos de lo dicho.
A medianoche, el proyecto estaba oficialmente terminado. Las carpetas cerradas, la presentación lista, los nervios reemplazados por cansancio. Deara se estiró en la silla y exhaló aliviada.
—No puedo creer que lo terminamos.
—Y sobrevivimos —añadió Leo, levantando una mano para chocar los cinco con Auren.
Este lo miró un momento, luego le devolvió el gesto, chocando su palma de forma rápida.
—Milagros pasan.
Deara rió y se tumbó en la alfombra.
—Ahora solo queda presentarlo. Y, por favor, intenten no matarse en medio del aula.
Leo y Auren intercambiaron una mirada. Y aunque no lo dijeron, ambos sabían que algo había cambiado. Algo que ni los colmillos, ni la sangre, ni la luna podían detener.
El proyecto estaba terminado.
Pero su historia... apenas comenzaba.