La noche del domingo cayó con lentitud sobre la ciudad, envolviéndola en un silencio apacible, salpicado por el murmullo del viento y el zumbido de farolas. Después de haber terminado el proyecto, Leo y Auren se despidieron de Deara con un breve abrazo cada uno. Ella se quedó en la puerta, viéndolos alejarse bajo la luz de las farolas, uno junto al otro, como dos sombras diferentes aprendiendo a convivir.
No hablaron al principio. Caminaron en paralelo, las mochilas colgando a los lados, sus pasos sonando acompasados sobre la acera.
—No me esperaba que fueras tan bueno —comentó Leo finalmente, rompiendo el silencio.
Auren soltó una leve risa nasal.
—Vivir mucho tiempo ayuda a recordar cosas.
Leo lo miró de reojo.
—No estás tan viejo.
—No lo aparento.
Caminaron un poco más. Las casas a los lados dormían, sus ventanas oscuras. El aire nocturno era fresco, húmedo, con un leve aroma a tierra mojada por el riego de los jardines.
—¿Y tú? —preguntó Auren de repente—. ¿Siempre tan hablador?
Leo sonrió.
—Tú eras el callado. Tenía que compensar.
Se detuvieron en la intersección donde sus casas se separaban solo por una calle estrecha. Auren metió las manos en los bolsillos, mirando hacia la casa de enfrente. Leo giró para encararlo. El silencio volvió a instalarse, pero no era incómodo. Era... cargado.
Sus miradas se encontraron. Largo. Denso. Ninguno bajó la vista. Auren apretó los labios, y Leo dio un leve paso hacia atrás, como si dudara. Pero no se fue. Y eso fue suficiente.
—Nos vemos mañana —dijo Leo, al fin.
—Sí —murmuró Auren.
Entraron a sus respectivas casas casi al mismo tiempo, las puertas cerrándose con suaves clics. Minutos después, desde su cuarto, Leo miró hacia la ventana de enfrente. Las cortinas de Auren estaban abiertas. Lo vio quitarse la chaqueta y tirar su mochila a un lado. Se frotó el cuello y miró por la ventana... hacia Leo. Sus ojos se encontraron otra vez. Ninguno sonrió. Pero ninguno miró hacia otro lado.
Entonces, apagaron las luces. La noche los envolvió.
La mañana del lunes llegó con el bullicio típico del instituto: pasillos llenos, profesores cargando carpetas, estudiantes bostezando y repasando nerviosamente las líneas de sus presentaciones. En el aula, los alumnos comenzaban a agruparse por parejas o tríos, esperando su turno.
Deara, Auren y Leo estaban sentados juntos, al fondo, con su carpeta del proyecto perfectamente ordenada. La profesora recorría la clase con una lista en la mano.
—Ustedes tres presentarán al final de la clase —les informó, con una sonrisa seca—. Me han hablado bien de su trabajo.
Deara sonrió orgullosa. Leo asintió. Auren solo se limitó a cruzarse de brazos.
Mientras los demás exponían, ellos repasaban en voz baja. Deara corregía pequeños detalles, Leo afinaba una transición y Auren se encargaba de los gráficos en la laptop. Ya no había tensión visible entre ellos. Las discusiones del pasado parecían desvanecidas en la urgencia de ese día.
Cuando sonó el timbre del receso, salieron al patio central. Era un espacio amplio, con bancos de madera, árboles que daban sombra y estudiantes por todos lados hablando, comiendo, riendo.
Se sentaron en un rincón más tranquilo. Deara sacó un jugo de su bolso y se lo pasó a Leo.
—¿Estás menos nervioso ahora?
Leo bebió y asintió.
—Sí. Aunque no estoy seguro si es por el trabajo o porque ya no quiero golpear a Auren.
Deara rió. Auren se limitó a levantar una ceja, fingiendo molestia.
—Madura, Leo.
—Tú primero, colmillitos.
Deara los observaba a ambos con una mezcla de ternura y resignación. Había algo distinto entre ellos, aunque no lograba descifrarlo del todo. Una especie de juego silencioso, como si se entendieran en otro idioma.
Tras unos minutos, se levantaron para dar una vuelta por los pasillos menos concurridos. Pasaron junto a la biblioteca, donde Auren se detuvo un instante, mirando dentro. Leo lo observaba de reojo, curioso. Deara entró para devolver un libro y los dejó unos momentos a solas.
—Tu casa huele a madera y sangre vieja —comentó Leo, de forma casual.
Auren ladeó la cabeza.
—¿Eso es un cumplido o una amenaza?
Leo se encogió de hombros.
—Solo una observación. Como cuando noté que no puedes dejar de mirarme los labios cuando hablamos.
Auren lo empujó suavemente con el hombro, pero sin agresividad.
—Cierra la boca, lobo.
Leo sonrió, satisfecho. Cuando Deara regresó, ambos actuaban como si nada hubiese pasado. Pero ella lo notó. Y no dijo nada.
De regreso en clase, el grupo anterior terminó su presentación. La profesora llamó a los tres al frente. El corazón de Deara latía con fuerza. Leo le dio un leve codazo cómplice. Auren abrió la laptop y la conectó al proyector.
La exposición fue fluida. Leo comenzó con el contexto histórico, con voz firme y segura. Deara habló de las causas sociales, con una claridad brillante. Auren cerró con los impactos a largo plazo, su voz calmada pero penetrante, con una seguridad fría que capturó la atención de toda la clase.
Cuando terminaron, hubo un leve aplauso. La profesora asintió, satisfecha.
—Excelente trabajo. Muy bien estructurado, y bien presentado.
Regresaron a sus asientos con una sensación de alivio. Había sido un largo camino, lleno de secretos, tensiones, y descubrimientos. Pero lo habían logrado.
Al salir del aula, caminaban por el pasillo entre los casilleros.
—Deberíamos celebrarlo de alguna forma —dijo Deara.
—Pizza en mi casa esta noche —sugirió Leo, mirando a Auren.
Este lo pensó un segundo, y luego asintió.
—Solo si no pides con piña.
—Monstruo —respondieron Leo y Deara al unísono, haciendo reír a todos.
Ya de noche, en sus habitaciones enfrentadas, Auren y Leo se encontraban otra vez mirando hacia las ventanas del otro. No hablaban. Solo se observaban.