El sábado por la tarde, Deara se preparó con una mezcla de ilusión y algo que no sabía cómo llamar. No era una cita, al menos no lo había dicho así, pero Leo había aceptado su invitación sin dudar. Y desde que terminaron el proyecto, lo notaba distinto. Más receptivo. Menos distante.
Eligió una blusa verde claro y jeans ajustados. Se recogió el cabello en una coleta floja, dejando caer un par de mechones para enmarcar su rostro. Llevaba pintalabios suave y un perfume que olía a flores de primavera.
Cuando bajó las escaleras, su padre le preguntó:
—¿Vas con Auren?
Deara sonrió, algo culpable.
—No. Hoy no. Voy con Leo.
El hombre asintió, como si no le sorprendiera. Nadie podía ignorar la presencia del chico nuevo. Auren tampoco lo había hecho.
La plaza central estaba decorada con estructuras de metal, luces suaves colgando entre los faroles y obras dispersas entre las esquinas del adoquinado. Había pintores haciendo retratos en vivo, esculturas hechas de basura reciclada y murales gigantescos pintados sobre paneles de madera.
Leo estaba esperándola frente a una figura de un ave mecánica, con sus alas extendidas hechas de espejos. Llevaba una chaqueta negra, jeans grises y el cabello ligeramente despeinado por el viento del mar.
—Hola —dijo al verla, con una media sonrisa.
Deara le devolvió el gesto, y por un instante sintió un escalofrío agradable.
—Hola. ¡Llegaste antes que yo!
—Quise ver el pájaro este... No sé si es horrible o genial.
—Es las dos cosas. Como la vida.
Ambos rieron. Caminaron entre las obras, compartiendo opiniones, haciendo chistes y en momentos quedándose en silencio cómodo. Leo le contó que su hermano menor había empezado a leer libros de vampiros y que, en secreto, le parecía divertido.
En un momento se detuvieron frente a una instalación que reproducía sonidos: murmullos, suspiros, frases grabadas de personas anónimas contando secretos. Era perturbador y hermoso a la vez. Deara se acercó, cerró los ojos y escuchó.
Leo la observaba. En silencio. Sin moverse.
Cuando Deara abrió los ojos y lo vio tan cerca, notó algo en su mirada. Ya no era sólo curiosidad.
Era deseo contenido. Atracción que no necesitaba palabras.
—Leo...
Él dio un paso más.
—No sé por qué, pero no puedo sacarte de la cabeza.
Deara tragó saliva.
—Entonces deja de intentarlo.
Y antes de que pudiera pensar demasiado, fue ella quien cerró la distancia. Sus labios se tocaron, primero suaves, luego con una convicción que había estado gestándose desde las primeras miradas en clase, desde que Leo se quitó la camiseta por accidente, desde que Auren pareció... molesto.
Fue un beso cálido, tierno, real. Uno que se prolongó varios segundos antes de que ambos se separaran, algo confundidos pero sonrientes.
La exposición comenzó a vaciarse a medida que caía la noche. Deara, con una sonrisa indeleble, miró a Leo.
—Hay un café frente a la playa. Sirven chocolate caliente con canela. ¿Quieres?
—Definitivamente.
Caminaron hasta la costa. El mar estaba tranquilo, reflejando las luces tenues del malecón. El café era pequeño, acogedor, con sillas de mimbre y manteles de cuadros. Se sentaron frente a la ventana, el mar de fondo, y cada uno con una taza caliente entre las manos.
—No pensé que me besaras —dijo Leo, finalmente.
—Yo tampoco —respondí con una risa nerviosa.
—Pero no me arrepiento.
Deara lo miró fijamente. Había algo honesto en él. Algo que no fingía.
—Yo tampoco.
Bebieron en silencio por un rato. El mar golpeando suavemente la arena era el único sonido de fondo. Deara se preguntó si Auren sabría algo de esto. Pensar en él le apretó el pecho, pero no supo si era culpa o simple miedo a que se alejara más.
Tras terminar sus bebidas, caminaron por el borde del paseo. Leo la tomó de la mano. Ella no la soltó.
—Tu ciudad es distinta a la mía —dijo Leo.
—Puede ser. Pero tú ya formas parte de ella.
Él sonrió, y en ese instante, Deara deseó que ese momento no se acabara nunca.
Pero sabía que todo cambia. Que nada permanece igual.
Cuando Leo llegó a su casa, entró a su habitación. Leo cerró la puerta de su habitación con suavidad, como si el ruido pudiera alterar algo frágil. Se apoyó contra ella por un segundo, el corazón aún palpitando con fuerza. Había besado a Deara. No sabía exactamente qué esperaba sentir después… pero definitivamente no esto.
Se dejó caer en la cama, con la cabeza en la almohada y los ojos fijos en el techo. La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por la luz que entraba desde la calle a través de la ventana.
Deara era genial. Inteligente, divertida, preciosa. Y ese beso había sido real. Había algo ahí. Algo que no podía negar.
Pero...
Su frente se frunció, y una sombra cruzó su mirada.
Por un momento, solo un segundo, un latido entre dos respiraciones, cuando sus labios tocaron los de Deara… su mente lo traicionó.
Había pensado en Auren.
Sintió la textura de otra piel, la sombra de otra presencia, la intensidad de una mirada que lo encendía. Se imaginó el frío de sus dedos, la tensión peligrosa de su cercanía. Y se odió un poco por eso.
Se incorporó en la cama, pasándose una mano por el rostro.
—No... fue Deara. Fue ella —murmuró, como convenciéndose a sí mismo—. Lo otro fue un reflejo. Una confusión.
Cerró los ojos. Y entonces vio a ambos.
Auren, mirándolo desde la sombra de su ventana.
Deara, sonriéndole bajo las luces cálidas de la plaza.
—Me estoy volviendo loco...
Pero al final, sonrió.
Porque lo que sintió por Deara no había sido una mentira. Solo no era toda la verdad.