La tarde se cernía tranquila sobre la casa reforzada por los hechizos de protección. El aire parecía distinto desde que la bruja había pasado, cargado de una calma inquietante, como si una tormenta estuviera esperando en el horizonte. En el piso de arriba, la madre de Leo paseaba lentamente por los pasillos mientras los demás hablaban en la sala de estar. Había pedido permiso al padre de Auren para estirar las piernas, alegando que necesitaba despejarse.
Se detuvo frente a una de las habitaciones donde la puerta estaba apenas entreabierta. Con suavidad, empujó un poco y vio que se trataba del estudio del padre de Auren. Libros antiguos, documentos, objetos de familia. Sobre un pequeño mueble, había marcos con fotografías. Sus ojos se clavaron en una imagen. Una mujer de cabello castaño, ojos verdes brillantes y sonrisa cálida. Mireia se congeló.
—No puede ser... —susurró, acercándose con pasos temblorosos.
Sí, era ella. La mujer a la que habían perseguido una noche, hace tantos años. Una que intentó proteger a su hijo pequeño mientras huía. Mireia sintió cómo su pecho se comprimía. Recordaba con nitidez los ojos rojos. El rostro de su esposo también transformado. Y los aullidos. La sangre. No era culpa de la mujer, lo sabía ahora. Fue una trampa. Un error. Pero el daño estaba hecho.
Si Auren o su padre llegaban a saberlo, lo perderían todo. La alianza, la protección. Su propio hijo, Leo. Él no sabía nada, ninguno de los dos hermanos sabía. Mireia se sujetó de la mesa y retrocedió lentamente. No podía permitirse hablar de eso. Aún no.
Mientras tanto, en el patio trasero, Lys y Luka jugaban con una pelota, corriendo por el césped entre risas. El ambiente allí era completamente distinto. Risas. Luz. Inocencia.
En el salón, Auren y Leo estaban juntos, sentados en el sofá mientras veían una película que apenas les llamaba la atención. Sus cuerpos estaban próximos, no se tocaban, pero la energía entre ellos era palpable.
Leo jugaba con sus dedos, nervioso. Quería hablar, pero el nudo en la garganta no se deshacía.
—Auren... —dijo al fin.
—Ey Leo... —respondió Auren al mismo tiempo.
Ambos se quedaron en silencio, luego se rieron suavemente.
—Tú primero —dijo Leo con una sonrisa nerviosa.
—No, tú —replicó Auren, mirándolo fijamente.
—Vale... los dos a la vez. —propuso Leo.
Asintieron.
—Uno, dos, tres...
—¿Quieres ser mi novio? —dijeron a la vez, con un tono casi idéntico.
El silencio que siguió fue corto pero cargado. Luego ambos estallaron en una pequeña risa nerviosa, y Auren se inclinó hacia adelante, sus labios rozando los de Leo en un beso dulce, suave, lleno de lo que habían contenido durante semanas.
—Eso suena a sí —murmuró Leo cuando se separaron.
—Sí —afirmó Auren con una sonrisa apenas visible, pero real.
Desde la ventana del piso de arriba, la madre de Leo observaba a través del cristal sin ser vista. Su corazón latía con fuerza, no por ternura, sino por miedo. Sabía que si todo salía a la luz, este momento de felicidad podía convertirse en algo trágico.
Pero en ese instante, abajo, Leo y Auren solo tenían ojos el uno para el otro. Y por primera vez, parecía que el amor podía más que el pasado.