Durante un instante, me quedé paralizada. Todo el aire de mis pulmones pareció evaporarse de golpe al verlo aparecer en el umbral, semidesnudo, con el torso perfectamente esculpido al descubierto y el cabello ligeramente revuelto como si acabara de salir de la cama... o de algo mucho más difícil de procesar. Tenía la piel aún húmeda en algunas zonas, como si se hubiese duchado hacía poco o... tal vez no se hubiese molestado en vestirse completamente por otra razón.
La sonrisa en su rostro, radiante, despreocupada, incluso encantadora, me golpeó como una cachetada emocional. Era una expresión que no me pertenecía, al menos no en ese momento. Una parte de mí se preguntó —no, se aferró con desesperación— a la posibilidad de que se alegrara de verme, pero esa esperanza se desmoronó en cuestión de segundos, como un castillo de arena barrido por una ola fría.
Pude ver, casi cuadro a cuadro, cómo aquella sonrisa se desvanecía.
Primero se le desdibujaron los labios. Luego los ojos, que en un principio brillaban con cierta chispa, se opacaron de golpe. La sorpresa fue lo siguiente. Sus cejas se fruncieron apenas, pero lo suficiente para dejar claro que no esperaba encontrarme allí. Y luego vino el hielo.
El hombre que me miraba ahora no era el mismo que hace unos segundos. No, este Ithiel era un bloque de mármol. Una figura tallada en hielo, perfectamente esculpida, pero sin alma, sin emoción, sin calor. El tipo de presencia que no se rompe... pero que está diseñado para romperte.
Y, en silencio, yo me rompí un poco también.
No sabía si estaba más afectada por su expresión o por la posibilidad de que, segundos antes, hubiese estado con alguien más. Lo que más dolía, sin embargo, era esa metamorfosis, ese tránsito cruel entre el Ithiel que había abierto la puerta y el que ahora me miraba como si yo fuera una presencia incómoda, un recuerdo indeseado, una intrusa.
Mi cuerpo seguía temblando, pero esta vez no era solo por los nervios, sino por la mezcla de emociones que me abrasaban desde dentro. La humillación, la rabia, la tristeza que arañaba detrás de los ojos, buscando escapar en forma de lágrimas que no quería permitir.
Él permanecía allí, sin moverse, como si incluso su respiración se hubiese vuelto más lenta. Su pecho subía y bajaba de forma controlada, meticulosamente fría. Su mirada no buscaba comprenderme, ni leerme, ni anticiparme. Era una barrera. Una advertencia que me decía casi a gritos que me mantuviera lejos, que diera la vuelta y me fuera por dónde había llegado.
Y, sin embargo, yo seguía allí, de pie en el umbral de su mundo, sosteniendo los pedazos de mi dignidad con las manos temblorosas y un corazón que latía tan fuerte, que temí que él también pudiera escucharlo.
En lugar de quedarme ahí de pie, esperando una reacción, me atreví a dar el paso. Crucé el umbral en silencio, sin pronunciar palabra, conteniendo la respiración como si eso pudiera protegerme de todo lo que ya sospechaba. Mi mirada se desplazó lentamente por el interior de su habitación, y un escalofrío me recorrió la espalda al contemplar el escenario que se extendía ante mí.
El lugar era un completo desastre. Caótico. Desolador. Como si un huracán hubiese pasado y arrasado no solo con el orden, sino con cualquier vestigio de respeto, de decencia, de amor. Ropa tirada por todas partes. El perfume en el ambiente no era el suyo. El olor era penetrante, casi obsceno, y se mezclaba con el de una botella de cristal rota, cuyos restos brillaban como pequeños cuchillos junto a la cama.
Pero lo que más me golpeó fue el hedor. Un aroma asfixiante, casi animal, como a sudor rancio y un dejo de zorrillo, que nublaba mis sentidos e interfería con mi instinto de confirmar lo que más temía: el olor a sexo. Esa mezcla inconfundible que permanece como un fantasma en las sábanas y en las paredes. Quise encontrarlo, identificarlo con certeza, pero ese otro aroma me lo impedía. Aun así, algo dentro de mí ya lo había entendido.
—¿Qué haces aquí?
Su voz, cortante, distante, como una bofetada helada, me hizo tensar la mandíbula. No respondí de inmediato. Di un paso más al interior, mis ojos escudriñaban cada rincón con aparente indiferencia, como si solo estuviera observando por mirar, como si no buscara nada en particular, pero en realidad lo hacía. Lo hacía con desesperación. Una parte de mí esperaba encontrarla. A ella. A la desconocida. A la sombra. A la intrusa que había ocupado mi lugar en esa cama.
Apreté los puños con fuerza para no temblar. Tragué saliva y forcé las palabras a salir, aunque la voz me pesaba como si arrastrara cadenas.
—Esperaba verte en la universidad después de estas semanas sin saber nada de ti —logré decir, empujando las sílabas con una falsa serenidad, esforzándome por mantener la compostura, por no quebrarme ahí mismo—, pero no apareciste.
Me di la vuelta y lo enfrenté. Su mirada me recibió con una indiferencia tan brutal, que por un instante sentí que no me reconocía. Era un témpano de hielo: impenetrable, inexpresivo, inalcanzable. Y yo, una idiota congelándome frente a él sin saber cómo encenderme de nuevo.
—Creí que era una de tus distancias de siempre —continué, sentándome con lentitud sobre la cama apenas tendida torpemente—. Hasta que Diana me contó el rumor sobre nosotros. ¿Sabías que Nerea ha dicho que nos vio darle fin a nuestra relación?
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Editado: 06.10.2025