Los pensamientos intrusivos me carcomían la cabeza como las larvas a los cadáveres. No podía dejar de preguntarme si hice bien o mal en perdonarlo.
No confiaba en él, ya no podía hacerlo después de una semana entera creyendo que me había sido infiel, y quería a toda costa creerle. Quería que mi perdón fuese merecido, pero ¿Y si ese ticket fue manipulado? ¿Y si no soportó la idea de que yo lo dejara, y buscaba enmendar el error, para después dejarme él?
Me mordía las uñas mientras mi mente era invadida por una oleada incesante de pensamientos oscuros que se enredaban entre sí como hiedra venenosa. El profesor de Postproducción me lanzó una segunda mirada de advertencia, claramente irritado por mi distracción. Estuvo a punto de llamarme la atención en voz alta, pero en ese instante, el sonido de la campana rompió el aire tenso del aula, interrumpiéndolo justo a tiempo. Sus palabras quedaron flotando, inacabadas, como si se desvanecieran junto con los últimos ecos del timbre.
Guardé mi tableta táctil en el bolso. Antes de irme, verifiqué que mi trabajo estuviera debidamente archivado en la máquina del curso. Al ponerme de pie, sentí la presión de los ojos del profesor todavía sobre mí. Lo vi de reojo mientras borraba con desgano el pizarrón. Luego, con un leve suspiro, dejó el borrador sobre el borde de la tarima y se giró hacia mí.
—Cory, antes de que te vayas, me gustaría hablar contigo un momento —dijo con voz grave, sin rastro de hostilidad.
—¿Es por lo de hoy? —pregunté enseguida, apretando las correas del bolso como si así pudiera sostenerme también a mí misma—. Si se trata de mi falta de atención, le ofrezco una disculpa. He tenido muchas cosas en la cabeza y...
—No necesitas explicarte tanto —me interrumpió con un gesto pausado de la mano, su voz tranquila pero firme—. Lo que te suceda fuera de este aula no es mi asunto. Pero cuando empieza a interferir aquí adentro, entonces sí me corresponde decir algo. ¿Alguna vez has considerado hablar con un psicólogo?
Me quedé helada. Abrí la boca para responder, pero ningún sonido salió. ¿Había escuchado bien? ¿De verdad me estaba preguntando eso? ¿Es que pensaba que estaba loca?
—Con todo respeto, profesor —dije, finalmente—, pero mi salud mental no debería ser de su incumbencia. No estoy... no estoy desquiciada para necesitar terapia.
No pude evitar que la irritación se colara en mi tono, aunque intenté mantener la compostura.
Él me sostuvo la mirada sin inmutarse.
—La terapia no es solo para mentes desquiciadas —replicó con serenidad, sin parecer ofendido—. A veces la mente colapsa cuando el corazón lleva demasiado peso. Hablar con alguien no te hace débil ni enferma. Al contrario, previene males que ni siquiera imaginas. Créeme, lo he visto demasiadas veces.
Sacó de su bolsillo una tarjeta negra con letras plateadas que brillaban tenuemente bajo la luz artificial del aula. Me la tendió con calma, sin imponerla, como si supiera que rechazaría el gesto.
—Esta es una excelente psicóloga. Profesional, ética, discreta. Mi hija te sigue en redes, y también a Ithiel Hale. A veces no se necesita ver demasiado para notar lo que ustedes intentan ocultar.
Sentí que algo se revolvía dentro de mí. Mi mandíbula se tensó.
—¿Me está sugiriendo esto solo por los rumores? —pregunté, frunciendo el ceño con fuerza—. Con todo respeto, profesor, no me interesa lo que su hija o cualquiera crea ver. Ni yo ni Ithiel necesitamos psicólogos. No es asunto suyo.
Me di la vuelta sin aceptar la tarjeta. Mis pasos resonaron en el suelo del aula vacía mientras me alejaba, dejando al profesor de pie con el brazo aún extendido. No soportaba la idea de que alguien, menos aún un profesor, se atreviera a intervenir en mi vida privada.
No sabía si me molestaba más lo que insinuó... o el hecho de que, en el fondo, una parte de mí no pudo dejar de pensar en esa tarjeta durante el resto del día.
Debería haberme sentido feliz y emocionada cuando el repartidor me entregó ese ramo de rosas la mañana de aquel viernes. Debería haber sentido algo bonito, mariposas pululando en mi estómago quizas, no el nudo en la garganta cada vez que miraba las rosas rojas, pero no podía obligar a mi corazón a sentir algo que no es capaz de sentir.
Aunque había perdonado a Ithiel y volvimos a estar juntos, acallando así los rumores que nos envolvían, lo cierto es que no había podido dejar de pensar en lo que nos llevó a todo esto. Ithiel me dio tantas inseguridades, que el más mínimo detalle me obligaba a pensar y pensar y pensar una y otra vez en lo mismo durante días, incluso semanas. Y por eso seguía preguntándome por qué no corrió detrás de mí y me explicó, ¿por qué esperar una semana?
Ithiel había dicho que reconocía el daño que me hizo y prefirió que pensara lo peor de él para evitar herirme más, aunque, tras sobrepensarlo, no terminaba de convencerme.
Ni tampoco comprendía la nueva faceta de Ithiel. Era como si intentara esforzarse en no perderme, pero en el fondo sabía que ese no era él. Era el intento de un caballero de cuento, pero sabía que tarde o temprano las cosas volverían a ser como antes.
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Editado: 06.10.2025