Ithiel me llevó a casa después de un momento íntimo en el auto que, en teoría, debería avergonzarme, pero la verdad era otra. No había vergüenza en mi pecho, ni una pizca de remordimiento. Ithiel me había enseñado, a su manera retorcida, a no temer el juicio ajeno en cuestiones de placer. Según él, no había nada de malo en explorar nuestra intimidad en escenarios que otros llamarían inapropiados. Para él, lo prohibido tenía un sabor distinto, más intenso, casi adictivo.
No era como si alguien pudiera descubrirnos. Estábamos en una zona tan solitaria que el mundo parecía haberse olvidado de ese lugar. Las ventanas polarizadas de su coche eran un muro negro que nos protegía de cualquier mirada indiscreta. Allí, entre el olor del cuero y su perfume inconfundible, Ithiel me había reclamado como suya, como si el tiempo se detuviera a su antojo.
Ahora, de pie frente a la puerta de mi casa, intentaba recomponerme. Pasé los dedos por mi cabello, ordenando mechones rebeldes para borrar cualquier pista evidente. Lo último que quería era enfrentar las miradas inquisitivas de mis padres o soportar una pregunta demasiado directa que no quisiera responder.
Cuando me sentí lista, respiré hondo, giré el pomo y crucé el umbral. La familiaridad del hogar me envolvió, pero no me detuvo. Me permití apenas unos segundos para cerrar los ojos y dejar que la memoria me arrastrara de nuevo al interior del auto: Ithiel besándome con una intensidad que, por primera vez en mucho tiempo, no sentí vacía. Sus manos recorriendo mi cuerpo con una devoción que rozaba lo sagrado, como si cada curva, cada respiración, fuera parte de un rito.
No podía llamarlo amor. Sería ingenuo, incluso peligroso, creer que lo que ocurrió allí fue un acto de entrega genuina. Y sin embargo… sus caricias ya no tenían la frialdad de antes. Sus besos no eran los movimientos mecánicos de alguien que actúa por costumbre o deber. Había algo más. Algo vivo. Algo que podía romperme si me atrevía a creer demasiado.
Y, además, esa tarde me llevaría a una cita.
La sola idea encendía una chispa en mi pecho, una que no sabía si era ilusión o advertencia. Quería creer que Ithiel estaba cambiando, que sus promesas silenciosas empezaban a tomar forma, que había decidido luchar contra su propia naturaleza por mí.
Pero también sabía que con Ithiel nada era simple. Sus gestos podían ser puentes o trampas, podía darme el cielo en un instante y dejarme caer al vacío al siguiente.
Mi corazón, testarudo, se aferraba a la esperanza de que esta vez fuera diferente. Que no me llevara a un lugar solo para recordarme que él tenía el control, sino para demostrarme que podía amarme sin reservas, sin condiciones veladas.
No podía soportar otra herida causada por su incapacidad para amarme. No otra. No cuando, en el fondo, yo ya había cedido demasiado.
Respiré profundamente, tratando de apaciguar los latidos impulsivos que aún resonaban en mi pecho. Ithiel seguía flotando en mi mente como una sombra dulce y peligrosa, pero no tuve tiempo de recrearme en sus recuerdos más tiempo. Un sonido rompió la quietud de mis pensamientos: risas. Dos risas ligeras, rápidas, llenas de esa chispa que solo tienen los niños. Me arrancaron sin piedad de mis divagaciones, obligándome a regresar a la realidad.
Abrí los ojos y, como un par de relámpagos rojizos, las vi aparecer al final del pasillo. Dos niñas idénticas, con el cabello rojo brillante como cobre bruñido, tan distinto al mío, pero tan fiel al de mamá que parecían pequeñas copias de ella: Anisha y Alicia. Mis hermanas gemelas. Tenían once años menos que yo, apenas nueve, y aunque sus cuerpos aún guardaban la redondez infantil, su altura empezaba a sorprenderme. Me llegaban al pecho, un presagio claro de que algún día serían tan altas como yo… o incluso más.
Sus ojos eran un espejo azul claro, herencia directa de papá. En cambio, yo había heredado el suyo en el cabello, oscuro y lacio. En sus rostros, la piel estaba salpicada de pecas diminutas, como si alguien hubiera jugado a dibujar constelaciones sobre ellas. Eran realmente hermosas… tan angelicales a la vista que cualquiera podría dejarse engañar. Pero yo las conocía bien. Detrás de esa apariencia celestial se escondían dos demonios ingeniosos y obstinados, siempre listas para armar alguna travesura.
Anisha fue la primera en notar mi presencia. Se detuvo en seco, y durante un segundo, sus ojitos brillaron con una alegría pura, desbordante. Luego, sin siquiera detenerse a saludar, se lanzó hacia mí con la energía de un torbellino y comenzó a jalarme del brazo, repitiendo mi nombre como si quisiera arrancarlo de mis labios.
—¡Cory! ¡Coryyyy! —insistía, tironeando de mí con insistencia infantil.
—Hola, hermana mayor —respondí con un tono exageradamente sarcástico—. Nosotros también te queremos mucho y nos alegra que ya hayas vuelto.
—Como sea —dijo con un encogimiento de hombros que restaba importancia a mi comentario—. ¡Pero tienes que ver la casita que hicimos en la casa!
Negué con una sonrisa. Anisha siempre había sido la más hiperactiva de las dos, como si en lugar de sangre le corriera cacao por las venas. A mamá le resultaba imposible mandarla a dormir; y si por fin lograba que cerrara los ojos, a media madrugada la encontraba de nuevo despierta, caminando por el pasillo o tratando de despertar a alguien. Decía que tenía pesadillas… pero yo sospechaba que era ella la que se convertía en pesadilla para todos a esas horas.
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Editado: 06.10.2025