Core: El ultimo latido

Capítulo IV — Los Ecos de Kaltharion

(“A veces el viento no sopla; recuerda.”)

I — El camino hacia las ruinas

El amanecer llegó envuelto en un gris espeso, casi líquido.

Las nubes se movían lentas sobre las montañas, y el valle parecía suspenderse entre dos respiraciones. Kael y Lyra descendieron de la torre antes del mediodía, guiados por el mapa que el núcleo había proyectado: una línea quebrada de coordenadas que apuntaba hacia el noreste.

El aire olía a hierro y azufre. Cada paso los alejaba de los escombros conocidos para internarse en una región donde las colinas se deformaban como si hubieran sido moldeadas por fuego.

Antiguas torres se erguían torcidas sobre la llanura; algunas aún exhalaban vapor de sus grietas.

Lyra caminaba en silencio, su capa desgarrada ondeando detrás. Desde la última noche, algo en ella había cambiado.

Ya no discutía.

Ya no preguntaba.

Solo avanzaba.

Kael lo notó, pero no dijo nada.

Sabía reconocer ese tipo de quietud: la que se instala justo antes de una tormenta interior.

El paisaje era un cementerio de ciudades.

Entre la niebla emergían los esqueletos de máquinas colosales, devoradas por el óxido. Cúpulas derrumbadas, vigas quebradas, tubos congelados que parecían raíces metálicas hundiéndose en la tierra.

Kael conocía esas estructuras: eran las antiguas refinerías de Kaltharion, la capital perdida del Imperio.

—¿Aquí naciste? —preguntó Lyra, al ver que él observaba con detenimiento las ruinas.

Kael sonrió, pero sin alegría.

—Nací en Aeravelle, una ciudad suspendida sobre el vapor. Pero aprendí más de este lugar que de cualquier maestro.

—¿Por qué?

—Porque aquí fue donde el mundo se apagó.

Lyra frunció el ceño.

—¿Y tú lo sabías?

—Sabía lo suficiente para temerlo. Pero nadie escuchaba. En Zaerinth, las advertencias se archivan; las ambiciones, no.

Caminaron en silencio hasta que el terreno empezó a descender. Entre la bruma apareció un arco monumental, casi intacto. En su cima se leía una inscripción apenas visible:

“KALTHARION — Cuna del Fuego Eterno.”

Kael se detuvo frente a las letras, cubiertas de polvo.

Lyra, detrás, sintió un estremecimiento.

El viento parecía contener murmullos; como si las paredes hablaran, o suspiraran nombres antiguos.

II — El templo del recuerdo

Pasaron la tarde explorando las ruinas. Kael encontró una estructura parcialmente derrumbada: un templo o sala ceremonial, con símbolos del Corazón grabados en el mármol.

El interior olía a moho y aceite seco.

Había mosaicos en el suelo que representaban una figura rodeada de fuego, sosteniendo un engranaje ardiente.

Lyra se arrodilló frente al mural, recorriendo las líneas con la punta de los dedos.

—Esto… esto es valtheriano.

Kael alzó una ceja.

—¿Cómo lo sabes?

—Mi madre me enseñó los signos antiguos. Era sacerdotisa del Corazón Fundido, antes de la guerra.

El silencio se volvió espeso.

Lyra bajó la mirada.

—Creíamos que el fuego del Corazón era una bendición. Que su calor nos daba propósito.

—Y tal vez sí lo hacía —dijo Kael, observando las paredes ennegrecidas—. Hasta que alguien intentó controlar su ritmo.

Ella lo miró.

—¿Tú crees que puede volver a despertar?

Kael dudó.

—Creo que nunca dejó de hacerlo. Solo dormía.

El viento sopló desde el exterior, apagando parte de la luz.

Lyra se apartó del mural.

—Quiero salir. Este lugar me ahoga.

—Entonces salgamos.

Pero mientras cruzaban el arco de salida, un sonido profundo resonó bajo sus pies.

El suelo tembló.

La piedra vibró con un eco que no pertenecía al viento ni a las máquinas.

Lyra sintió un mareo repentino. La visión se nubló.

De pronto, todo se oscureció.

III — La visión de Lyra

La luz regresó, pero no era real.

Lyra se hallaba de pie en una plaza que ardía.

A su alrededor, soldados de Valtheria —como ella— luchaban entre llamas y humo. El cielo estaba rojo, y una campana de metal fundido caía sobre las torres.

En el centro de la plaza, un hombre cubierto por una armadura incandescente sostenía un estandarte roto: Althar, el héroe de Kaltharion.

Su figura se derretía en el fuego, pero sus ojos brillaban como dos soles.

“No temas al calor, hija del acero,” murmuró una voz.

“El fuego no juzga. Solo revela lo que eres.”

Lyra quiso responder, pero el suelo se abrió bajo sus pies.

Cayó, y entre el rugido del fuego oyó otro sonido: un latido, más fuerte que cualquier explosión.

El fuego se volvió blanco.

Despertó sobresaltada.

Kael estaba junto a ella, sosteniendo su rostro.

—Tranquila —dijo—. Fue una descarga térmica, o eso parece.

Lyra lo empujó con suavidad, respirando con dificultad.

—No… vi algo. Vi a Althar. Y el fuego me hablaba.

Kael frunció el ceño.

—No creo en visiones.

—Yo tampoco. Hasta ahora.

El ingeniero la observó, tratando de leer algo en su expresión.

Pero lo que vio lo perturbó: no era miedo, era culpa.

—¿Qué te dijo? —preguntó.

Lyra lo pensó un momento.

—Que el fuego revela lo que somos.

Kael apartó la mirada.

—Entonces espero que no me mire de cerca.

Pasaron la noche en una de las antiguas cámaras del templo.

Kael encendió un pequeño fuego; Lyra permaneció en silencio, mirando las sombras danzantes sobre las paredes.

Ambos sabían que algo había cambiado, pero ninguno quiso nombrarlo.

En medio de la quietud, Kael habló:

—¿Alguna vez pensaste en dejarlo todo?

—¿El deber?

—Sí. La causa, las órdenes, los símbolos.

—A veces —admitió ella—. Pero el deber es lo único que queda cuando el alma se quiebra.

—Yo lo dejé, y sigo roto.

Lyra lo miró, más cerca que nunca.

—Entonces tal vez no era el deber lo que te sostenía.

—¿Y qué era?




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