(“El frío no mata de golpe: primero apaga los recuerdos.”)
I — El descenso y la tormenta
La tormenta los alcanzó antes del mediodía.
Un manto de nieve y ceniza caía sobre las ruinas de Kaltharion, borrando el horizonte.
Kael y Lyra avanzaban a duras penas por una pendiente cubierta de escoria congelada. Cada ráfaga mordía la piel como si el aire tuviera dientes.
El viento rugía entre las columnas rotas; los sonidos se distorsionaban, convertidos en susurros de metal.
Lyra caminaba delante, sosteniendo una antorcha térmica cuyo brillo apenas sobrevivía. Su pierna herida se resentía con cada paso, pero no se detenía.
Kael la siguió en silencio, midiendo el ritmo de su respiración.
Llevaba días observándola, sin entender del todo cómo alguien podía cargar tanta fe en medio de tanta ruina.
En él, la esperanza era una chispa que moría al nacer; en ella, era una llama obstinada que se negaba a extinguirse.
Cuando el viento arreció, Kael la tomó del brazo.
—Si seguimos subiendo, nos partirá en dos —gritó—.
—¿Y qué propones?
—Allí abajo, entre las columnas. Parece una galería colapsada.
La guía hacia un hueco oscuro apenas visible entre los restos de una antigua muralla. Bajaron agachados; el aire se volvió pesado, cargado de vapor y óxido.
El suelo vibraba con un rumor lejano. El Corazón aún respiraba bajo la tierra.
II — La noche del refugio
El túnel desembocaba en una cámara amplia.
Viejos tubos recorrían el techo, goteando agua tibia: señales de un sistema térmico aún activo.
Kael encendió su generador y el resplandor azul llenó el lugar.
Lyra dejó caer la antorcha y se sentó contra la pared, exhausta.
—No recordaba lo que era sentir calor —susurró.
—Ni yo —respondió Kael, preparando el abrigo junto a la válvula de calor.
Durante un tiempo solo se oyó el zumbido de las tuberías.
El silencio no era incómodo; era necesario.
Kael reparó el cierre de su guante izquierdo; Lyra observó el gesto, reconociendo en esos movimientos algo casi ritual: cada ajuste era una plegaria mecánica.
—Eres distinto cuando trabajas —dijo ella al fin.
—¿Distinto cómo?
—Menos… en guerra.
Kael sonrió de lado.
—Porque las herramientas no discuten.
Ella soltó una risa suave, la primera que él le escuchaba.
El sonido se perdió entre los ecos, y por un momento ambos olvidaron que el mundo afuera seguía desmoronándose.
El frío volvió a filtrarse con la noche.
El generador se debilitó; la llama azul osciló.
Kael lo golpeó con la palma.
—Durará un poco más, pero no toda la noche.
Lyra miró el fuego, luego a él.
—Podemos turnarnos junto al calor.
—O compartirlo. —Su voz sonó más seca de lo que pretendía.
Ella lo miró un instante, evaluando si había arrogancia en esa frase. No la encontró.
Se acercó.
El abrigo térmico apenas cubría a ambos, y el espacio entre ellos se llenó del olor a metal, humo y piel húmeda.
Ninguno habló.
Las respiraciones se sincronizaron sin esfuerzo.
Kael pensó en lo absurdo del momento: en un mundo que se apagaba, el calor de otra persona era el único lujo que quedaba.
Lyra cerró los ojos.
El latido del Corazón, lejano pero constante, se confundía con el de sus cuerpos.
Por primera vez, no sintió miedo de quedarse dormida.
III — La vigilia y el amanecer
Kael no durmió.
Mientras Lyra descansaba, él observó el reflejo del fuego en su rostro: el brillo anaranjado que suavizaba sus facciones endurecidas.
Intentó recordar cuándo fue la última vez que había visto algo hermoso sin sentir culpa.
El generador se apagó.
El silencio volvió a llenar la cámara, interrumpido solo por el goteo de las tuberías y el leve murmullo del viento en la entrada.
Kael apoyó la espalda contra la pared y dejó que su mente se perdiera.
El fragmento que guardaba comenzó a pulsar, emitiendo una luz débil.
El aire pareció vibrar.
“Conductor…”
La voz era casi un pensamiento.
“El ciclo necesita sangre.”
Kael apretó el puño.
—No —susurró—. No otra vez.
Lyra se movió, medio despierta.
—¿Qué dices?
—Nada. Solo el ruido.
Ella lo observó, somnolienta.
—El ruido tiene nombre. No quieras oírlo todo, Kael. Algunas cosas prefieren el silencio.
Él asintió, sin entender del todo si hablaba del Corazón o de ellos mismos.
El amanecer llegó pálido, sin calor, pero suficiente para mostrar que la tormenta había cesado.
Salieron del refugio en silencio.
A sus pies, el valle brillaba bajo una capa de hielo recién formada.
En la distancia, columnas de humo se alzaban: indicios de civilización… o de otra ruina.
Lyra ajustó su capa.
—¿Hacia allí?
—Hacia donde haya respuestas —dijo Kael.
—O peligro.
—A veces son la misma cosa.
Comenzaron a caminar.
Detrás de ellos, la cámara volvió a resonar: las válvulas exhalaban vapor como si el propio mundo suspirara al perder su calor prestado.
El precio estaba pagado: un abrigo, una vigilia y una chispa de humanidad que ninguno sabía cómo llamar.