Core: El ultimo latido

Capítulo VI — El Pueblo que se Hundió

(“No todo lo que se hunde muere. Algunas cosas solo aprenden a respirar más despacio.”)

El camino hacia el este se extendía como una herida abierta. Los restos de Kaltharion quedaron atrás, y con ellos el poco calor que el fuego del día ofrecía. La nieve se volvió más densa, y la tierra, más húmeda, hasta que el hielo comenzó a hundirse bajo sus botas con un sonido hueco. El viento traía olor a agua estancada.

Lyra fue la primera en percibir el cambio. Había aprendido a leer los matices del aire durante sus años en Valtheria, donde el olor a vapor significaba vida y el hedor a óxido, peligro. Aquí, en cambio, el aire olía a ambas cosas.

—Hay algo al norte —dijo—. Huele a metal… y a carne.

Kael la miró, sorprendido por la precisión.

—Buena nariz para una soldado.

—En Valtheria te enseñan a reconocer los matices del peligro —respondió ella, sin mirarlo.

Avanzaron hasta que el terreno comenzó a descender. Frente a ellos se abría un cráter inmenso cubierto de niebla. Entre la bruma, se adivinaban estructuras semisumergidas: tejados de metal, campanarios doblados, pasarelas torcidas.

Un pueblo entero se extendía bajo el agua congelada.

Kael se detuvo al borde del precipicio.

—El mapa no mostraba esto.

—Quizás porque no querían recordarlo.

—Quizás —repitió él, más para sí mismo.

Descendieron con cuidado por un sendero resbaladizo. A medida que bajaban, el murmullo del viento se transformó en otro sonido: un gorgoteo rítmico, profundo, como si el agua respirara.

Las primeras casas emergían a medias del hielo, sus puertas deformadas por la presión. Las ventanas parecían ojos apagados. Kael se agachó frente a una estructura colapsada; su mano tocó un borde de metal tibio.

—Esto no es acero imperial —murmuró—. Es carne reforzada.

Lyra retrocedió un paso.

—¿Qué?

—Mira. —Con una herramienta, Kael raspó el material. Bajo la capa de óxido se reveló una textura orgánica, como piel curtida mezclada con fibra metálica—. Es tejido bioforjado.

El silencio fue más pesado que el aire.

Lyra apretó su lanza.

—¿Qué clase de lugar era este?

—Uno donde las fronteras entre máquina y humano se borraron demasiado pronto —dijo Kael, sin apartar la vista del metal vivo—. Esto es tecnología de Kharezz, pero más antigua.

Siguieron avanzando.

El hielo se volvió más transparente; bajo la superficie se adivinaban figuras humanas inmóviles, fusionadas con engranajes. Algunas tenían rostros serenos, otras expresiones de horror. Parecían rezar.

Lyra se detuvo frente a una de ellas.

—¿Están muertos?

—No lo sé. —Kael tocó el hielo—. Pero si lo están, el Corazón los recuerda.

El eco de un canto los sobresaltó.

Una voz grave, lejana, resonaba entre las ruinas.

Kael alzó la vista: una silueta avanzaba sobre el hielo, encorvada bajo una capa gris.

La figura sostenía una lámpara.

—No suelen venir visitantes a un cementerio que respira —dijo el anciano, con una voz más metálica que humana.

Lyra alzó el arma, pero Kael le tocó el brazo.

—Espere —dijo él—. No parece hostil.

El viejo se acercó lo suficiente para que la luz revelara su rostro: mitad carne, mitad cobre, con un ojo reemplazado por una lente cristalina que parpadeaba como si respirara.

—Soy el último guardián del Refugio Sumergido —dijo—. Aunque ya no queda refugio que guardar.

Kael dio un paso al frente.

—¿Qué pasó aquí?

—El mismo pecado de siempre. —El viejo sonrió sin dientes—. Intentamos mejorar lo que el Corazón nos dio. Lo hicimos más fuerte, más resistente, más útil… hasta que olvidamos que también era vida.

Su voz era un murmullo quebrado, pero cada palabra parecía arrastrar siglos.

—Cuando el Núcleo se quebró, el agua subió. Algunos quisimos huir. Otros decidimos adaptarnos. El Corazón escuchó nuestras plegarias y nos dio cuerpos que no morirían… pero tampoco vivirían.

Lyra tragó saliva.

—¿Y los que están bajo el hielo?

—Sueñan. Desde entonces. Esperando un nuevo ritmo que los despierte.

El anciano se volvió hacia Kael.

—Y tú lo traes contigo. Lo oigo.

Kael dio un paso atrás.

—No sabes de qué hablas.

—Sí lo sé. —El viejo alzó la lámpara, y su luz reflejó un brillo anaranjado en el pecho del ingeniero—. El fragmento. Late.

Por un instante, Kael sintió que el Corazón dentro de su bolsa respondía con un pulso.

El aire tembló. El agua bajo el hielo burbujeó.

Lyra alzó su lanza.

—¡Kael!

—No lo toques —dijo el anciano—. Si despiertas a los que duermen, el mundo entero escuchará.

El latido cesó.

El silencio volvió, solo interrumpido por el sonido de las burbujas disipándose bajo el hielo.

Kael respiró hondo.

—No lo busco —dijo con voz baja—. Solo quiero entender.

—Entonces entiende esto, hijo de Zaerinth —susurró el monje—: el Corazón no quiere ser entendido. Quiere ser sentido.

El anciano se volvió y comenzó a alejarse.

—Sigan hacia el norte. Encontrarán las ruinas del Cinturón de Hierro. Allí duerme la respuesta que no desean.

La neblina lo devoró.

Kael y Lyra permanecieron un momento sin hablar.

El hielo bajo sus pies parecía latir con un eco débil, como si el corazón del mundo se hubiera trasladado a ese lago.

Lyra fue la primera en romper el silencio.

—¿Crees en lo que dijo?

Kael no respondió de inmediato.

—No. —Guardó el fragmento—. Pero le temo.

Comenzaron a ascender por la ladera opuesta.

El viento volvió, arrastrando el olor del agua muerta.

A medida que subían, el pueblo se hundía detrás, devorado por la niebla.

Ninguno lo miró dos veces.

Sabían que, aunque el hielo cubriera aquel lugar para siempre, el eco de ese latido seguiría bajo sus pasos.




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