(“Algunos nombres no mueren. Solo siguen marchando.”)
El amanecer no trajo luz, solo ceniza.
El aire olía a hierro quemado, y el cielo tenía el color del humo. Lyra avanzaba delante, el rostro cubierto con un paño húmedo, mientras Kael ajustaba los filtros de su respirador improvisado.
Cada paso levantaba polvo magnético. El suelo no era tierra: era roca fundida, lisa y negra, como si una tormenta de fuego hubiera lamido el valle hasta convertirlo en vidrio.
El paisaje se extendía sin fin. En la distancia, gigantescas grietas formaban líneas curvas que convergían en el horizonte.
Kael se detuvo para observarlas.
—No son fallas naturales —dijo.
Lyra se giró, con los ojos entrecerrados.
—¿Qué sugieres?
Él se agachó, tocando el suelo.
La piedra estaba caliente, y bajo la superficie se sentía un pulso leve, constante.
—Digo que esto no fue una batalla. Fue una pisada.
Ella no respondió. Solo miró alrededor: columnas partidas, torres derribadas, restos de armaduras valtherianas fundidas con el terreno.
—He oído historias —dijo por fin—. De un monstruo cubierto de acero, que caminaba como una tormenta.
Kael asintió lentamente.
—Drakthor.
El nombre pareció pesar en el aire.
Durante horas caminaron entre lo que alguna vez fue un campo de guerra.
Había cuerpos convertidos en estatuas de ceniza, congelados en gestos de miedo. Algunos conservaban los estandartes de Valtheria, otros los escudos fracturados del Imperio Brutalista.
Pero ninguno sangraba. Ninguno estaba entero.
Todo estaba petrificado, como si el tiempo se hubiera detenido por terror.
Kael se agachó junto a una figura.
—Mira esto. —Golpeó el casco con la herramienta: sonó como una campana hueca—. El calor aquí alcanzó miles de grados.
Lyra frunció el ceño.
—Ninguna arma portátil puede hacer eso.
—Ninguna humana —corrigió él.
Caminaron en silencio hasta llegar al centro del valle.
Allí, el terreno se hundía varios metros, formando un cráter circular.
En su centro se alzaba algo que no podía describirse como ruina, ni como monumento: una huella.
Una sola huella.
Profunda, precisa, del tamaño de una casa.
Kael no pudo hablar durante un instante.
Lyra lo hizo por él.
—Así que existe.
Kael observó el borde del cráter. Cada centímetro de roca estaba grabado con marcas de fusión y residuos de energía.
—Esto no es antiguo —susurró—. Esto pasó hace meses, quizá semanas.
El silencio fue interrumpido por un trueno lejano.
El suelo vibró.
Lyra tensó la lanza.
—¿Escuchaste eso?
Kael asintió.
Pero no era un trueno. Era un golpe. Un ritmo distante, casi regular.
Un paso.
El viento arrastró la ceniza, revelando por un instante una sombra lejana entre las montañas: una figura gigantesca, recortada contra el horizonte, cubierta de humo y fuego.
Lyra dio un paso atrás.
—¿Es posible?
Kael apenas podía respirar.
—Si lo es… el mundo debería temblar.
La figura se desvaneció tras la tormenta de polvo, como un recuerdo que se niega a morir.
Encontraron refugio en una grieta natural.
La temperatura caía rápido, y el aire crepitaba con energía estática.
Kael ajustó los instrumentos de medición; las agujas oscilaban sin sentido.
—Está alterando el campo electromagnético —dijo—. Su núcleo aún funciona.
Lyra se arrodilló, mirando hacia el horizonte.
—Mi abuela me contaba su historia cuando era niña.
—¿De Drakthor?
Ella asintió.
—Decía que no era un hombre. Que fue el precio que el Imperio pagó por su gloria. Lo crearon para aplastar ejércitos enteros, y lo consiguieron. Pero cuando la guerra terminó, no supieron cómo detenerlo.
Kael la miró.
—Entonces… sigue obedeciendo órdenes que nadie dio.
—Exacto. Marcha porque su cuerpo no sabe hacer otra cosa.
—Una máquina con alma humana.
—O un hombre con un alma vacía —respondió ella.
El eco de otro golpe resonó en la distancia. Más fuerte.
La grieta vibró.
Kael cerró los ojos; el fragmento en su pecho comenzó a emitir luz.
El aire se cargó de energía.
“Conductor…”
La voz resonó dentro de su cabeza, profunda, metálica, ancestral.
“El ciclo continúa.”
Kael apretó los dientes.
Lyra lo sujetó por el hombro.
—¿Qué ocurre?
—Él lo siente. —La voz de Kael era apenas un susurro—. Drakthor lo siente. El fragmento lo está llamando.
El suelo tembló con un estruendo ensordecedor.
Desde el horizonte, una columna de polvo se elevó hacia el cielo.
Y aunque no podían verlo, el sonido lo decía todo: el mundo estaba siendo pisado de nuevo.
Horas después, cuando el temblor cesó, salieron de la grieta.
El sol moría detrás de las nubes rojas, y en el cielo flotaban fragmentos de ceniza que caían como nieve ardiente.
Lyra miró hacia el norte.
—¿Crees que algún día se detenga?
Kael tardó en responder.
—No. Drakthor no se detendrá.
—Entonces, ¿por qué seguimos avanzando?
Él giró hacia ella, cansado, pero con una chispa en los ojos.
—Porque alguien debe hacerlo. Si el Corazón lo hizo marchar, también puede hacerlo descansar.
Lyra guardó silencio.
El viento sopló, y por un momento creyó escuchar un rugido lejano, mezcla de metal y dolor.
No era el rugido de un monstruo.
Era el lamento de algo que nunca quiso serlo.
Esa noche acamparon bajo un cielo que ardía de ceniza.
Kael no dormía; el fragmento seguía latiendo, sincronizado con los golpes distantes de Drakthor.
Lyra lo observó en silencio.
—¿Te da miedo? —preguntó.
Kael sonrió débilmente.
—No sé si miedo es la palabra.
—¿Entonces qué?
—Tal vez… respeto.
Ella se acercó al fuego, el reflejo anaranjado iluminando su rostro.