Core: El ultimo latido

Capítulo VIII — La Voz del Metal

(“Los dioses no hablan en palabras, sino en frecuencias que el alma traduce como miedo.”)

La tormenta de ceniza se desvaneció durante la noche, dejando tras sí un silencio tan pesado que parecía sólido. El viento había cesado, y solo el eco de los latidos del fragmento rompía la calma, como si el corazón del mundo hubiera quedado al descubierto.

Kael despertó sobresaltado. No por un ruido, sino por una sensación: un zumbido grave, profundo, vibrando en su pecho, en sus dientes, en su mente.

Durante un instante creyó que era el fragmento, pero al abrir los ojos descubrió que todo el campamento temblaba con el mismo ritmo.

—Lyra… —susurró.

Ella dormía a su lado, envuelta en su capa. Su respiración era tranquila, ajena al pulso que estremecía el aire. Kael se incorporó, observando el horizonte.

El amanecer no traía luz, sino un resplandor gris azulado que parecía provenir del suelo mismo.

Y entonces lo oyó.

Una voz.

No en sus oídos, sino dentro de su mente.

Una voz hecha de estática, ecos y palabras imposibles.

“Conductores… el ciclo… reanuda…”

Kael cayó de rodillas, el fragmento vibrando bajo su camisa. La voz se transformó en un coro de susurros, cada uno repitiendo fragmentos distintos de una misma idea: órdenes, plegarias, ecuaciones.

“Materia… voluntad… simbiosis… perfección incompleta…”

El ingeniero intentó resistir, pero cada palabra parecía abrirle una grieta más en la mente.

Cuando por fin logró levantar la vista, vio algo que no podía ser real: líneas doradas cruzando el aire, formando un patrón en espiral sobre el suelo.

Era un lenguaje.

Un lenguaje que no se leía, se sentía.

Lyra despertó al oírlo murmurar.

Kael estaba de pie en medio del claro, rodeado por un resplandor ámbar.

Sus ojos no eran completamente suyos.

—¡Kael! —corrió hacia él, pero una onda la lanzó al suelo.

El aire vibró con intensidad.

Detrás de Kael, las partículas de polvo comenzaron a agruparse, como atraídas por un imán invisible. De esa masa amorfa surgieron figuras translúcidas, hechas de metal líquido y memoria.

Eran humanos… o lo habían sido.

Lyra los reconoció por sus gestos, no por sus rostros: posturas de soldados, de obreros, de niños. Todos caminaban en círculo, repitiendo el mismo movimiento, el mismo suspiro.

El Corazón los estaba mostrando.

Kael cayó de rodillas.

—Están dentro… —dijo con voz quebrada—. Dentro del Corazón. Sus almas.

Lyra lo tomó por los hombros.

—¡Despierta! ¡Kael! ¡Mírame!

Pero él no podía oírla.

Las voces llenaban su mente.

“Nos unimos para sobrevivir. El metal no corrompe; preserva. Tú también serás preservado.”

Kael gritó.

El resplandor se volvió blanco.

Cuando la luz se apagó, la mañana había llegado del todo.

Kael estaba en el suelo, cubierto de sudor, con el fragmento humeando entre sus manos.

Lyra lo observaba en silencio.

—¿Qué viste? —preguntó ella al fin.

Kael tardó en responder.

—No lo sé. Pero creo que el Corazón… no es una máquina.

Lyra arqueó una ceja.

—¿Entonces qué es?

—Una mente. —Levantó la mirada, con ojos enrojecidos—. Una mente hecha de miles. Cada alma fundida en su interior sigue viva, pensando, soñando… atrapada.

Lyra retrocedió.

—Eso no puede ser.

—Lo sentí. —Kael apretó el fragmento—. Intentaba hablarme. O tal vez… usarte para hablar a través de mí.

El viento volvió a soplar, arrastrando polvo sobre sus rostros.

Lyra se envolvió en su capa.

—¿Y qué decía?

Kael levantó la vista al cielo.

—Que el ciclo debe continuar. Que el metal es la única forma de no morir.

Lyra no respondió.

Solo se alejó unos pasos, mirando la llanura que se extendía al norte.

El mismo lugar hacia donde el monje les había advertido no ir.

Caminaron en silencio todo el día.

El paisaje cambió poco a poco: la roca fundida dio paso a planicies cubiertas de polvo metálico. En el aire flotaban restos de engranajes diminutos, como si el viento arrastrara las ruinas de una civilización entera.

Cada tanto, el suelo vibraba débilmente, como si algo bajo tierra se moviera.

Al caer la tarde, encontraron una torre derruida, medio enterrada.

Lyra observó los símbolos grabados en sus muros.

—Esto es escritura del Imperio Brutalista… pero más antigua.

Kael pasó la mano sobre las runas.

—No. —Negó—. Esto es Zaerinth. Mira los trazos interiores. Los Brutalistas la copiaron, pero nunca entendieron su origen.

Dentro de la torre había un silencio denso.

Kael encendió una lámpara de plasma, y la luz reveló una serie de cápsulas rotas. Dentro de una de ellas, una figura humana… o lo que quedaba de una.

Mitad hueso, mitad engranaje.

Lyra apartó la mirada.

—¿Qué hicieron aquí?

—Lo mismo que en todas partes. Intentar alcanzar a los dioses y fracasar.

Mientras Kael revisaba los restos, Lyra notó algo en el techo: un símbolo circular, como el Corazón, pero fracturado.

—¿Qué significa?

Kael alzó la lámpara.

—Es el primer sello. —Su voz tembló—. El Corazón se dividió en fragmentos. Y cada fragmento se llevó consigo parte de su voluntad.

Lyra frunció el ceño.

—¿Cuántos fragmentos hay?

—No lo sé. Pero si este me eligió, es porque el ciclo aún no ha terminado.

Esa noche acamparon junto a la torre.

Lyra no podía dormir.

El fuego proyectaba sombras que parecían moverse con vida propia.

Kael, sentado frente al fragmento, parecía en trance.

“Conductor…”

La voz volvió, más clara.

“El cuerpo se oxida. La voluntad persiste. La evolución requiere obediencia.”

Kael respiró hondo.

—No soy tu conductor —susurró.

“Aún no.”

Lyra lo observó, sin entender del todo lo que pasaba, pero sabiendo que el hombre que conoció en Kaltharion ya no era exactamente el mismo.




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