Los gobiernos del mundo colapsaron en caos.
Todos menos uno.
Los Estados Unidos no temblaron. No discutieron. No dudaron. Sabían exactamente de qué hablaba aquel ser celestial: la esfera... el núcleo.
Y sabían quién la tenía.
Coreus.
Buscaron en cada rincón del país. Satélites, drones, escáneres de energía, agentes encubiertos, viejos aliados, traidores, cazadores de secretos. Lo mejor de su sistema de inteligencia fue puesto a trabajar sin descanso.
Y lo encontraron.
Un único movimiento.
Un vuelo hacia Hawái.
El mismo lugar donde la nave seguía suspendida, inmóvil, imponente.
Coreus lo sabía.
Sabía que lo buscarían. Sabía que lo encontrarían.
Por eso preparó su evacuación con precisión quirúrgica.
Pero fue demasiado tarde.
Cuando los sintió cerca, ya estaban allí. Decenas de soldados rodeaban su propiedad. No eran cualquiera: fuerzas élite, entrenadas para cazar monstruos.
Y él… no era cualquier monstruo.
Era un cyborg con alma de universo.
La batalla fue breve, pero intensa. Explosiones, relámpagos, polvo y fuego. Coreus derribó a varios con una elegancia letal. Pero ellos no vinieron a matarlo. Vinieron preparados.
Utilizaron descargas electromagnéticas diseñadas específicamente para anular sistemas como el suyo. Lo doblegaron. Lo derribaron.
Lo capturaron.
Lo trasladaron a una instalación secreta en los Estados Unidos.
Lo interrogaron. Lo presionaron. Lo estudiaron.
Pero nunca encontraron el núcleo.
Porque él lo había escondido donde nadie más podía buscar.
Con Lyra.
Ella lo protegería. Lo sabía.
Los altos mandos llegaron a una decisión desesperada.
No podían perder más tiempo.
No podían arriesgarse a provocar la ira del ser que flotaba en la nave como una sentencia cósmica.
Así que decidieron entregarlo.
Lo llevaron hasta la base militar en Hawái, lo arrastraron como una ofrenda.
Y cuando el hombre descendió una vez más de su nave, no dijo palabra alguna.
Vestía una armadura.
Una obra de arte forjada en otro mundo:
metal oscuro como el vacío, resistente como el núcleo de una estrella.
Líneas de oro recorrían el pecho, los brazos y las piernas, como circuitos sagrados.
Una capa negra caía desde sus hombros hasta el suelo, ondeando con autoridad.
Y un casco, liso, sin expresión, ocultaba por completo su rostro.
Era imponente.
Formidable.
Inhumano.
Solo observó a Coreus, como quien mira una llave con historia.
—¿Te lo entregamos? —preguntó un general—. Él te llevará al núcleo. Úsalo.
El hombre asintió suavemente.
Y sin decir más, tomó a Coreus y lo llevó a su nave.
Como si fuera un mapa viviente