La nave por dentro era tan colosal como por fuera: silenciosa, fría, viva.
Pasillos iluminados por energía desconocida, paredes que susurraban historia, y un aire tan denso que parecía pesar sobre la piel.
El hombre llevó a Coreus a una sala.
No una celda.
Una mesa larga, impecable, repleta de comida. Frutas que no existían en la Tierra, carnes humeantes, pan recién horneado… como si el tiempo mismo se hubiera detenido ahí para un banquete eterno.
Se sentaron frente a frente.
Entonces, con calma, el hombre se quitó el casco.
Y fue como mirarse en un espejo… roto por el destino.
Era él.
Coreus.
Pero no como se conocía.
Era mayor, su mirada cargada de peso y memoria. Dos cicatrices cruzaban sus ojos como relámpagos antiguos, señales de batallas imposibles.
El Coreus presente no reaccionó con sorpresa. Solo alzó una ceja, como si ya se lo hubiera imaginado.
—¿Otra vez vienes a explicarme algo del cristal? ¿Era necesario hacer todo este circo? —preguntó, mientras se servía algo que parecía vino galáctico.
El otro rió. Una risa densa, irónica, cansada.
—No soy quien piensas. No soy un enviado. No soy una proyección.
Soy tú.
Del futuro.
Por primera vez, Coreus dejó la copa en la mesa, y lo miró en silencio.
Sus ojos se endurecieron.
—¿Del futuro…? —murmuró. Su mente ya giraba como un vórtice—. ¿Cuánto en el futuro? ¿Qué pasó? ¿Qué aprendí? ¿Por qué estás aquí?
Pero el Coreus del futuro levantó la mano con cansancio, como si ya hubiera vivido mil veces esa conversación.
—No puedo responder.
Crear una paradoja en este punto de la línea temporal sería devastador.
Podrías colapsar tu propio universo, Coreus.
Hubo un silencio largo.
Solo se escuchaba el leve zumbido de la nave. Como un reloj latiendo entre dimensiones.
—¿Entonces por qué todo esto? —preguntó al fin el joven Coreus—. ¿Por qué amenazar con destruir la Tierra? ¿Por qué el espectáculo?
El Coreus del futuro sonrió.
—No iba a destruir nada. Esta Tierra… es mi pasado.
Y si hay algo que no quiero perder… es esto.
Solo necesitaba asegurarme de que vinieras.
Nada atrae a un lobo como el olor a fuego.
Coreus lo miró con una mezcla de rabia, respeto y temor.
—Podrías haber tocado la puerta.
—Sabes que no la habrías abierto.
Sin decir más, Coreus aceptó.
Sabía que no iba a obtener respuestas. No ahora.
Así que bajó de la nave, atravesó otra vez el mundo en caos, y fue directo hacia quien sí podía ayudarle.
Lyra.
Ella custodiaba el núcleo.
Y era tiempo de despertarlo.