Coreus intentó localizar a Lyra y al núcleo. Ordenó a la IA que rastreara su señal, pero no obtenía respuesta. Ni una coordenada, ni un eco. Nada. Era como si ambos hubieran desaparecido de la faz del universo.
El miedo le recorrió la columna como hielo. El amor de su vida y la obra de su existencia… desaparecidos. Angustiado, se comunicó con su yo del futuro, esperando alguna señal, una pista, cualquier cosa. Pero aquel hombre solo le respondió con voz grave y firme:
—Es tu batalla, no la mía. No puedo intervenir… pero puedo decirte dónde están.
Coreus guardó silencio al escuchar las palabras.
—Están en el Pentágono.
Sin perder tiempo, voló hacia Washington D.C. Pero apenas aterrizó cerca de la zona, una descarga eléctrica lo fulminó. Sintió cómo una red lo envolvía, aprisionando sus músculos con descargas paralizantes. Luego, todo se desvaneció.
Despertó amarrado dentro de un cilindro de vidrio, cables conectados a su espalda y una intensa luz blanca iluminando su rostro. Frente a él, con sonrisa arrogante, estaba el presidente de los Estados Unidos.
—¿De verdad creíste que podías esconderte, Coreus? A veces olvidas que yo soy el rey del mundo.
El mandatario colocó un casco metálico sobre la cabeza de Coreus. Era un dispositivo complejo, con luces rojas y azules recorriendo su superficie como venas tecnológicas. Un zumbido eléctrico llenó la sala. Coreus gritó. Su cuerpo se sacudió… y su mente se oscureció.
Cuando volvió en sí, ya no sentía su cuerpo. Estaba dentro de él, pero no lo controlaba. Era como mirar desde una jaula interna. Su respiración, sus manos, sus pasos… todo se movía por sí solo. Era una marioneta de carne.
Intentó hablar, gritar, resistirse. Nada. Su voz no salía. Ni un músculo respondía. Estaba atrapado.
Subieron a un avión militar junto a dos figuras imponentes: supersoldados. Uno de ellos vestía un traje de energía cuántica que canalizaba relámpagos con cada movimiento. El otro tenía un cuerpo modificado hasta el extremo, con una armadura corporal que lo convertía en una máquina de guerra viviente.
El presidente les dio una sola orden:
—Acaben con China.
En menos de un día, aterrizaron cerca del corazón del país. Coreus, aún prisionero de su propio cuerpo, solo podía observar. Se encontraban frente a un edificio gubernamental cuando su vista se volvió negra otra vez.
Y cuando volvió… solo vio fuego.
China ardía.
Ríos de llamas surcaban las ciudades, edificios colapsaban como castillos de arena. La atmósfera estaba teñida de rojo. ¿Cómo era posible?
Entonces lo entendió.
Uno de los soldados canalizaba la energía del cielo. Su poder invocaba truenos capaces de destruir bloques enteros. El otro acababa con quien se moviera. Pero lo más aterrador era él mismo.
Desde que tocó el cristal por primera vez, su cuerpo había absorbido parte de su energía. Ahora, cada pulso que salía de sus manos podía incendiar continentes. Su núcleo interior había sido reconfigurado por el dispositivo del Pentágono para actuar como un arma autónoma.
Coreus no era un hombre. Era una bomba.
Y así comenzó la Tercera Guerra Mundial.
Y él lo sabía.